Albania (capítulo 1)

Gracias a mi padre soy lo que soy. No sé si se lo debo agradecer o culparle de ello. El caso es que mi vocación desde niño fue la de policía. En mi casa no la debían valorar mucho porque nunca me regalaron nada que pudiera recordármela; ni una pistola de juguete. Cuando me la hice yo con dos palos y un clavo, mi padre los desunió y me dijo: -¡Hala! ya tienes dos cervatanas. Sopla hijo, sopla.-

 

Al terminar el bachillerato mi vocación seguía intacta. Valientemente se lo comuniqué a mi hermana para que se lo dijera a mi madre para que se lo insinuara a mi padre. Cuando le llegó mi vocación firme navegando en la onda de la suave voz de mi madre, mi padre me mandó a tomar por el culo con los decibelios de un concierto de Barricada: -¡Qué coño le pasa a este niño! ¡Ni de coña! ¡Como para tener a otro pringado en la familia! ¡Que se haga chapero si quiere, pero policía no!

Afortunadamente o no, mi padre recapacitó a medias y me llamó a consultas a su sitio de retiro espiritual: la mesa del fondo a la izquierda del bar de Lola. Me dijo que aceptaba mi vocación, pero que antes debería empezar y terminar una carrera universitaria cualquiera. Me daría dinero para mi carrera pero ni un chavo para la academia de policía. -Mira, elige la carrera más chorra, la más fácil, la que quieras. Cuando la acabes, tendrás mi apoyo para ser policía.-

Mi padre era comisario de policía y yo acabé periodismo e intento ser periodista. Autónomo, freelance, buscavidas… A elegir.

Volando desde Noruega a España iba pensando en por qué volaba desde Noruega a España. Después de tantos años fuera del país, sin familia allegada y sin amigos salvo los amigos españoles que conocí fuera de España. Casi había olvidado la razón: la carta en papel y manuscrita que me había llegado de mi tía Aurora. Apenas me acordaba de ella pero la forma física del mensaje y su contenido tocaron el nervio de mi pasado y  mi ser que permanece casi siempre oculto en el barrizal del ahora. En la carta me hablaba de mi abuelo Ernesto -me llamaron así por él- y de su Alzheimer. Y que lo que motivó su carta era que desde hacía unos meses sólo parecía estar lúcido cuando se acordaba de su chico Ernesto -yo-. En esos momentos se podía hablar con él razonando y se acercaba a ser la persona que había sido. Al final del rato lúcido siempre decía lo mismo: -Mi chico, ¿tú sabes si Albania sigue en su sitio?

Si a mi padre le debo ser lo que soy, a mi abuelo Ernesto le debo estar donde estoy. Cuando murió mi padre yo estaba a punto de acabar mi carrera de periodismo y con muchas ganas de restregarle a mi padre mi título de licenciado por el bigote. En el funeral pude conocer a compañeros y colegas de mi padre. Todos compungidos pero recios. Todos me llevaban aparte para contarme anécdotas de valentía y honor de mi padre para que me sintiera orgulloso. Cuando me preguntaban y les decía lo que estaba estudiando, todos torcían el gesto porque no iba a ser policía. Con su expresión facial parecían decir: «¡Ay! Si tu padre levantara la cabeza…» Como si mi padre no estuviera de cuerpo presente y sin saber que mi padre era el que no quería que siguiera sus pasos.

En el funeral había dos tipos viejos que no participaban activamente del evento. Uno era mi abuelo Ernesto y el otro era un compañero de mi padre al que yo no conocía; estaba a punto de jubilarse. Parecían de la misma edad pero mi abuelo le sacaba al menos diez años. Se pasaron el funeral charlando y yo notaba que, de vez en cuando me miraban o apuntaban sus manos hacia mí. Como también me pasaba con las chicas en las discotecas, no le di importancia pero, cuando acabó el funeral me di cuenta de que sí que hablaban de mí y me miraban, no como en las discotecas.

Al salir del funeral, cuando ya nos quedábamos solos en familia, mi abuelo me llevó a parte y me presentó al policía compañero de mi padre. Era el comisario Floro. La conversación la comenzó mi abuelo y fue muy breve:
-Chico, ahora mismo te vas con el comisario Floro a Madrid y te quedas el fin de semana.
-Abuelo, ¿de qué vas? No me voy a ninguna parte.
-Chico, debes ver lo que tu padre no quiso enseñarte. Caminando.
Y me fui a Madrid con un señor, con cara de muy mala hostia, que no conocía de nada y que en el viaje me explicó el por qué de ese gesto que te intimida sólo con mirarlo: -Mira, chaval, si te apellidas como yo y tienes mi trabajo, no te queda más remedio que estar de mala hostia todo el día.-

Apenas puesto el pie en Chamartín comencé el curso de verificación de vocación en el que me había inscrito mi abuelo sin mi consentimiento. Al volver a casa en el tren, solo, tenía el estómago encogido, la cabeza me daba vueltas y miedo a llegar a mi destino. No estaba preparado para contar cómo me sentía y lo que había visto, oído, olido,  pensado e imaginado.

Afortunadamente, al llegar sólo me esperaba mi abuelo. Bajé del tren y nos abrazamos. Nos alejamos caminando de la estación en silencio. Yo pensaba que por qué este cabrón que me había enviado a un fin de semana infernal no me preguntaba nada. Tras el tiempo en el que mi deseo de conmiseración se agotó, estallé:

-¿Por qué cojones me mandaste a Madrid con ese tipo? Bueno, la culpa es mía por no negarme, pero ¿por qué?
-Para que vieras cómo son las cosas. La vocación a veces es una ilusión que nos hacemos. Eso pensaba tu padre pero nunca tuvo los huevos de enseñártelo en persona. Pensaba que le odiarías o le darías pena. Ser policía no es un trabajo fácil.
-No. No lo es. No es fácil para los honestos ni para los corruptos. Y no es fácil defender las leyes sin quebrantarlas. Las líneas se difuminan y siempre te acabas preguntando «¿qué es mejor, hacer un mal menor para evitar otro mayor o seguir la ley a rajatabla? ¿quién decide cuál es el mal mayor y cuál el menor?» Abuelo, creo que no tengo madera de madero.
-Bien, chico. Hablas como periodista. Tienes madera. Mira alrededor y cuenta lo que ves. Ahora, búscate una rubia a la que quieras y que te quiera y lárgate de este país. Aquí no hay futuro halagüeño.

Y le hice caso. Sé que a mi abuelo le daban igual rubias que morenas pero seguí el consejo a rajatabal. Encontré a Hela y ella me encontró a mi y me largué del país hace ya muchos años.

Cuando llegué al aeropuerto tuve que esquivar a un montón de taxistas piratas que te quitan de la mano la maleta para que vayas con ellos. Conseguí zafarme y atrincherarme en un taxi de verdad. Le di la dirección del hotel en el que me iba a alojar esa noche y me relajé. Había decidido quedarme una noche en Madrid para aclimatarme a España y no llegar cansado a mi pueblo. Pagué el taxi, me inscribí en el hotel y, en el ascensor me di cuenta de que me habían asaltado a mano desarmada. Ciento cincuenta euros desde el aeropuerto hasta el hotel. Desde luego tengo cara de gilipollas. Y yo esquivando a los piratas…

A la mañana siguiente alquilé un coche por una semana. Pensaba estar tres o cuatro días y pretendía volver al aeropuerto en coche en vez de en taxi. Viajé hasta mi pueblo y me sorprendió que todo me resultaba familiar. Objetivamente, mi pueblo se había convertido en una sucursal del mundo globalizado. Los columpios fineses de los parques, los mercadonas y macdonalds, los chavales con sus vestires y sus móviles, las baldosas y las papeleras idénticas a las de cualquier otro lugar, palomas y estorninos… Pero, siendo igual que cualquier otro sitio, me resultaba familiar. Llegué a casa de mi tía, tragué saliva y llamé a la puerta.

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