Albania (capítulo final)

Yendo hacia el centro de Madrid, al encuentro con mis amigos, tuve varias razones para dar media vuelta y dejar esta ciudad sobrevalorada, de la que se dice que es cosmopolita, humana y en la que todo el mundo es bienvenido, obviando que aquí también hay norte rico y sur pobre.

Acostumbrado a Oslo, Madrid me parecía una barbarie. Rudeza y anarquía. Parecía que, o las normas eran muy laxas o no había normas. Imposible reflexionar con tanta agitación.

Reservé habitación en el primer hotel con parking que vi y me lancé a una noche de juerga sin límites que estimularía mis neuronas para dar con la clave o, al menos, para entender a mi abuelo. Albania.

El centro de mi pueblo se recorre en diez minutos; desde mi hotel céntrico hasta el bar céntrico en el que me había citado con mis amigos había más de media hora de camino a pie según el GPS.

Mientras caminaba, me iba fijando en los árboles de las aceras. ¿Para qué los pondrán? Todos tan bien podados que no parecen árboles sino bonsáis. Ni dan sombra apenas y donde la dan no hace falta; tampoco dan frutos. Sirven como urinario de perros, eso sí. Y entonces me acordé del bosque que se encontraba cerca de la casa de mi abuelo. Esos sí eran árboles. Viejos y jóvenes; nunca alineados. Con esos árboles me enseñó mi abuelo a comprender cómo se comporta el bosque y cómo sufre un árbol que está solo sin el abrigo de los demás. Me enseñó a observar con paciencia el comportamiento de los animales y a entender las señales que deja el tiempo en los troncos, en las piedras… Y también con los árboles me enseñó matemáticas, sumas, restas, geometría… Y más cosas como ¿geografía? ¡Sí! Corazonada. Mi abuelo me enseñó dónde estaba cada país del mundo en ese bosque. Cada árbol era un país, más o menos. Mentalmente no los recordaba pero estaba seguro de que, dentro del bosque, lo haría.

Di media vuelta y me largué al hotel. Me di las horas justas de descanso para llegar al bosque ya con luz. Antes de dormirme pensé seriamente en el consejo del comisario Floro y en que si todo esto no sería la estupidez de un abuelo senil.

Al día siguiente, aunque recordaba dónde estaba el bosque, dejé el coche a unos tres kilómetros. En el segundo pueblo más cercano. Se me había pegado el miedo a la piel. Caminaba mirando al suelo y con la mano mesándome una barba que no tenía.

Al llegar al límite del bosque, la vida me dio otra oportunidad para hacerse sencilla. Me encontré con una valla y un cartel de metal en el que se publicitaba una próxima construcción de viviendas. Mi curiosidad pudo más y la valla pasó por debajo de mi cuerpo sin esfuerzo. Estaba en el bosque pero a los pocos pasos me encontré con que toda la espesura que recordaba ya no existía. Habían talado casi todos los árboles. Me parecía imposible recordar las lecciones de geografía de mi abuelo pero me afané. Estos árboles eran la Península Ibérica, así que estos eran Francia… Debí tardar unas seis horas en identificar los grupos de árboles como países según me había enseñado mi abuelo hacía treinta años. Cuando creí que estaba delante del gran árbol talado que debía ser Albania, me definí a mí mismo cómo imbécil. ¿Qué hacía yo en ese bosque buscando qué? ¿Cómo me he montado esta película con las locuras de un abuelo senil? Pero, ahí estaba yo de pie junto a Albania. ¿Y ahora? ¿Ahora qué, abuelo?

Aún así me pasé un par de horas entre buscar no se sabe qué y meditar hasta que comenzó a oscurecer. Recordé que las puestas de sol me encantaban de pequeño. Mi abuelo me cogía de la mano para no perdernos porque enseguida se haría de noche y yo me quedaba fascinado de los cambios de brillo y de color de las ramas, las hojas, las piedras…

Mientras me iba, ya vencido y también aliviado por no haber encontrado nada en ese bosque de árboles imaginados y tener constatada la locura de mi abuelo, los brillos al sol poniente de un pedrusco al lado del árbol que era Albania me llamaron la atención. El pedrusco tenía musgo por dos de sus caras. Sabía que no era posible y observé varias piedras de alrededor. Todas tenían musgo en una de sus caras apuntando al norte. No podía ser casualidad que sólo una piedra y, justamente la que estaba al lado del árbol que representaba a Albania en las lecciones de geografía de mi abuelo, hubiera sido movida hacía el suficiente tiempo para que llamara la atención a un tipo como yo y no a nadie más. ¡Lo encontré, abuelo! ¡Albania sigue en su sitio!

No me podía creer que algo tan supuestamente peligroso fuera tan asequible a cualquiera. Sólo tuve que excavar un palmo de tierra para encontrar la cajita de la que Floro me habló. Cuando la tuve en mis manos, dudé: seguro que era la chaladura de mi abuelo o la broma bien perpetrada de dos viejos amigos compenetrados al dedillo, pero también podría ser que tuviera en mis manos «el fin del mundo». Decidí que me pillara durmiendo y con mi familia, así que me fui, más bien me largué a toda prisa del bosque, de la ciudad, del país. No sabía qué hacer con la cajita, si abrirla o no, pero, fuera lo que fuera, tenía que ser cerca de mi familia. Sí, clásica actitud paranoica.

Decidí ir a Oslo en coche alquilado mejor que en avión por miedo a los controles de los aeropuertos. Por el camino pensé muchas veces en el tratado de Schengen y la de bombas atómicas que se pueden mover de un país a otro sin que nadie te controle. La cajita iba debajo del asiento del copiloto.

El recibimiento en casa fue banal. Tanto Hela como mis hijos, Silje y Sven, veían mis viajes a España como excursiones a un país exótico. Vamos, como si un español se va a Gambia, por ejemplo.

Tras acostar a los niños, Hela y yo decidimos abrir la caja para salir de dudas. Hela, con sus prejuicios hacia la Europa del sur, me hablaba de amuletos pero nos encontramos tecnología. Al menos, es lo que parecía. Dentro de la cajita había un, no sé si llamarlo «aparato» porque era un objeto viscoso, polimórfico y con algo que invitaba a apretar, a espachurrar.

Hela no se esperaba algo tan extraño y sentí su miedo. Se había reído del relato de mi viaje pero ahora estaba fría, incluso para ser escandinava. Dejamos la cajita en la mesa de la habitación y, tras discutir si avisar o no a la policía, decidimos que sería mejor deshacernos de ella de alguna manera. O sea, lo mismo que hizo mi abuelo.

A la mañana siguiente, hice acopio de mi desayuno favorito a base de salmón, pan tostado y leche y me senté frente al ordenador para recuperar el tiempo perdido durante mi estancia en España. Al fin estaba tranquilo por estar en casa y por haber decidido junto a Hela desprendernos de la caja y que nadie la pudiera encontrar. Al poco tiempo, Hela llegó, me dio un beso y se sentó en el sofá que está frente a mí a leer un libro.

Pocos minutos después, la algarabía: los niños se despertaron. Sven entró en nuestra habitación y, sin darnos tiempo para reaccionar, cogió la cajita, dijo -Gracias, Papá, sabía que nos habías traído algo-, la abrió y estrujó su contenido.

De eso han pasado once días. Hela se murió al quinto, Sven aguantó un poco más. No sé nada de Silje. Yo sigo aguantando con el desayuno que me traje y el brick de leche. Sven fue el primero en darse cuenta. Tras estrujar lo que fuera que había dentro de esa caja, nos miró incrédulo porque no podía casi moverse. Como si estuviera encerrado en una pecera. Daba manotazos y patadas al aire que chocaban contra un muro invisible, ¿de aire?. Hela no se daba cuenta porque no se oía nada de lo que Sven parecía gritar y estaba absorta en su lectura. Como yo sí que le estaba mirando, fui hacia él pero no pude. No veía nada anómalo pero me fue imposible dar un paso, chocaba con un muro como de cristal, de aire, de nada. No me lo podía creer. Fui tocando el aire con las manos por delante hasta que me hice una idea mental de que estaba encerrado en una urna invisible. Cuando Hela se levantó del sofá e intentó ir hacia Sven, se dio cuenta de la situación; entonces rompió a llorar. Yo creo que por eso se murió antes: por la deshidratación.

Ahora estoy en una cápsula de lo que sea pero que no puedo traspasar. He visto agonizar a mi mujer y a uno de mis hijos sin poder ayudarles. Desde mi silla los veo, en posición fetal. Me quiero morir y pronto podré. Ya no tengo nada que comer ni beber. Soy periodista: «mira alrededor y cuenta lo que ves», me dijo mi abuelo una vez. Es lo que estoy haciendo. Tengo conexión a internet, aunque todas las páginas que veo no están actualizadas desde hace once días. Si lees esto y estás enjaulado sin poderte mover, por lo menos ya sabes porqué: una pequeña negligencia.

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