Artonastia

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Ernesto meditaba entre los acordes de su guitarra y levitaba literalmente cuando le salían bien dos seguidos. Su cuarto era un pocilga con los libros bien ordenados: por colores. Sólo usaba drogas legales y alegales. Tenía una buena alimentación y hacía deporte regularmente. No se metía en líos, más que nada, porque, por experiencia, él siempre era el perdedor cuando había líos. Se podría decir que era un chico, tal vez no ejemplar, pero sí del montón. De los que no dan taquicardias a sus abuelos.

El último día para recordar de Ernesto fue el día en que se murió. Ese día había quedado en su tasca favorita con Javisuma. Javisuma no se llama Javier, se llama Pedro. Javisuma es el típico tipo que todos conocemos que tiene madera para ser vendedor, o comercial utilizándo el eufemismo, pero se dedica a cualquier otra cosa; en este caso, Javisuma trabaja de operario de aerogeneradores.

A Javisuma se le pegó el mote al cuerpo en una noche de confraternización con sus amigos de siempre. Los que le conocían. El antes llamado Pedro era muy dado a exhibir sus éxitos en todos los sentidos: cada cierto período de tiempo presumía de cambiar de coche o de móvil o de novia o de lo que sea aún sabiendo que era muy sospechoso que sus amigos tragaran tanta progresión. Esa noche, Javisuma se otorgó haber ligado el finde anterior «con tres tías mazas más buenas quel pan y las tres a la vez en mi casa y zumba, zumba…». Hasta ahí pudo hablar Javisuma porque Pepe, uno de los amigos presentes, intervino: -¡Y una mierda! ¡Que el finde pasado te vi llegando a tu casa! ¡Ja! Te ví solo. Suma, suma, pero cero más cero…-
De esa frase a que tus amigos te pongan de mote Javisuma y que tú lo aceptes, sólo hay dos botellas de ron y muchas risas.

La tasca favorita de Ernesto y de sus amigos dejaba mucho que desear por el día. Parecía otro sitio. Ernesto y Javisuma entraron por la misma puerta de siempre -la única- y se sentaron a la misma mesa de siempre cuando no estaba ocupada. Estaban desorientados, había mucha luz, nada de humo y hasta el suelo estaba limpio. No se atrevieron a encender un cigarrillo. De repente, Ernesto saltó de la silla y salió corriendo del local. Cinco segundos después volvía a estar sentado.

-Javisuma, creía que estaba colocado. Salí a ver el rótulo del bar. Y la calle. ¿Te has fijado en el color del suelo? ¿Y en el de las mesas? ¿Y los camareros con esa jeta amable? Y no hay humo en el ambiente ¡joder! aquí no hay quien respire.

-Ernesto, estamos en el Bar Der. Y está raro porque son las siete de la tarde y acaban de abrir. Cuando venimos no son menos de la una de la mañana y ya lo vemos adecentado, a nuestro gusto. Sí, ahora es un asco. ¿Me dices ya por qué hemos venido aquí a estas horas? Espero que sea importante, porque el local está perdiendo el encanto para mi.

-La Artonastia me está matando.

-La Artonastia no mata. Se supone que te hace feliz. Hasta ahora siempre has dicho que si no fuera por ella no sabrías que hacer. ¿Quieres dejarla? Déjala. ¿Tienes alternativas? ¿Te ves capaz de vivir sin ella? Además, ya la tienes controlada. No es como al principio que ni nos veíamos por su culpa. Y no me dirás que no es barata. Te la ofrecí porque estabas fatal y te quedaste encantado. Ahora no me vengas diciendo que es culpa mía.

-Pues me está matando. Ya no puedo más. Al principio me liberó pero ahora me obsesiona y no me puedo hacer nada mucho tiempo sin tenerla. Espera, me voy al baño. Como me lo encuentre limpio, vomito. ¡Ja, ja!

Ernesto entró al baño y se lo encontró limpio. Acababan de abrir. Pero no vomitó, se murió. Casualmente se quedó en la misma postura que había practicado tantas noches para intentar vomitar dentro del váter cuando el etanol del Bar Der le había ganado.

Javisuma, tras un rato, fue al baño y se lo encontró. Frío y babeando. Después, ambulancia, policía, etc…

En el interrogatorio de la policía Javisuma relató y la policía le creyó porque no tenía por qué no hacerlo.

En el hospital, no hallaron causa conocida de la muerte. Consecuencia: muerte súbita. No se hizo autopsia ni nadie la pidió.

En el tanatorio, días después, un cadáver, guapo aún, y muchas hormiguitas humanas entrando y saliendo. El grupo de amigos estaba al completo esperando a Javisuma que aún no había aparecido. Nadie sospechaba pero todos estaban espectantes. Cuando al fin llegó, todos se fueron hacia él rodeándolo.

-¿Qué has hecho estos días? ¿Por qué no cogías el teléfono? ¿Qué pasó en el Bar Der?

Javisuma les relató todo lo ocurrido, más o menos, y todos entendieron sabiendo de la personalidad de Ernesto. Pero entre el grupo de amigos se había colado Alberto, cuñado de Ernesto, licenciado en periodismo y sin lugar en el mundo laboral.

Alberto se fue a su casa pensativo y exaltado a la vez. Creía haber encontrado algo que no encajaba. Se lo decía su instinto de periodista. Tenía prisa por llegar a casa y buscar en internet la palabra «artonastia». Cuando llegó y buscó y encontró el resultado en su ordenador: «sin resultados en su búsqueda», vio claro que estaba ante una primicia posíblemente mundial. Y le entró miedo.

Alberto no tenía ningún medio de comunicación a su alcance y, aunque lo tuviera, no podría valerse de él sólo poniendo encima de la mesa su instinto. Aún no era nadie. Así que decidió que lo mejor era que la humanidad corroborara su teoría. Desde sus cuentas en diversas redes sociales empezó a difundir la palabra «artonastia» relacionada con la muerte súbita de su cuñado Ernesto.

Lo que no sabe la gente está en internet y lo que no sale en internet lo sabe la gente; que no lo dice hasta que sale en internet.

Tras la revelación de Alberto, comenzó una avalancha como comienzan todas: primero a poquitos y después te engulle.

Se fue difundiendo la información de Alberto, primero en el país, después en el resto del mundo, traducida o sin traducir. Los familiares de muertos sin causa definida fueron los primeros en reaccionar. Querían respuestas. La «artonastia» era una posible causa pero nadie sabía qué era en realidad. Exigieron respuestas.

Definida una nueva enfermedad o adicción, los grandes laboratorios se lanzaron a investigar sin techo de gasto. La muerte súbita afectaba a un porcentaje ínfimo de la población occidental pero amedrentaba a un porcentaje cercano al cien por cien de la misma población. El negocio en bandeja.

Transcurridos seis meses desde la revelación de Alberto, se produjo la primera certificación forense de causa mortal por artonastia. Y desde entonces, se dispararon. Los médicos ya tenían, por fin, una explicación a las muertes súbitas.

La OMS, fiel a su tradición de lentitud por querer corroborar hasta la última coma de lo que sale en twiter, tardó más de dos años desde la revelación de Alberto en declarar la artonastia como epidemia. Recomendó hacer análisis períodicos de sangre, orina y heces a toda la población y cruzar los datos para encontrar patrones en las muertes por artonastia. También incluyó entre sus recomendaciones la utilización de prendas profilácticas en ambientes públicos.

Al ser la artonastia tan desconocida, enseguida proliferaron fármacos para su prevención, su control y su curación. Las empresas farmacéuticas encontraron un filón de cobayas humanas ya que los gobiernos, dada la virulencia de la nueva enfermedad, abrieron una excepción en el control de medicamentos y permitieron que cualquier persona firmando un certificado asumiendo toda la responsabilidad, pudiera tener acceso a los fármacos en experimentación.

Tras cinco años, el descubrimiento circunstancial de la artonastia produjo un nivel de bienestar nunca antes conocido. Todas las personas eran vacunadas cada año y, por fin, se sabía la causa de la muerte de lo que antes se llamaba «muerte súbita». La gente se moría igual pero ya se sabía el porqué.

Javisuma no había vuelto al Bar Der desde la muerte de Ernesto. El bar había cambiado mucho. Si la última vez le pareció tan pulcro que resultaba repulsivo, ahora era tan aséptico como un quirófano, como todos los locales, como todos los sitios desde entonces.

Cogió y se puso los guantes de plástico obligatorios para todos los clientes y pidió una cerveza. Se sentó a una mesa cualquiera y sus recuerdos de las noches en el bar crujieron cuando se enfrentaron a la vista del camarero vestido de blanco con guantes y mascarilla que le traía su cerveza en vaso de plástico desechable. Precauciones contra la artonastia.
Mientras tomaba un sorbo de la cerveza se divirtió imaginándose a  él mismo delante de un periodista en una entrevista en directo para todo el mundo explicando la verdad: Artonastia era la guitarra de Ernesto. Arto de «harto» y nasti de «nada». Estaba muy quemado cuando le puso el nombre.

Se preguntó si el mundo le creería.

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