Ernesto y el donut

Ernesto comiéndose su tercer donut se atragantó por el aviso de llamada de su patrulla.

Con el susto, tuvo la mala suerte de expulsar un trocito del donut que llegó a caer en el café del señor de al lado y la buena suerte de que el señor había echado galletitas troceadas en el café y estaba hablando con el señor de el lado opuesto sin poder ver lo que le pasaba a Ernesto.

Ernesto no consideró de especial importancia avisar al señor de al lado de la intrusión espontánea en su café y se fue a cumplir su cometido: resolver un caso policial.

Cuando llegó al coche patrulla se encontró lo habitual: Manolín (Manuel cuando él estaba presente) durmiendo la mona. Recogió la baba de Manuel en el frasco que llevaba para tal efecto. Ya tenían cerca de dos litros. La reservaban para la cena de Navidad de este año. Como Manuel (Manolín) se quedaba siempre sopa y siempre sacaba a pasear sus babas, a algún compañero se le ocurrió recogerlas durante un año para tirárselas por encima en la cena de fin de año. A todos les pareció gracioso y a Ernesto le tocó recolectar; para eso era su compañero.

Despertó a Manuel y se pusieron a trabajar. Este no era un caso habitual para ellos. Tras recibir las instrucciones pertinentes ambos se rieron pensando que iban a un spa.

Resulta que había muerto un pizzero chocando con su moto contra otro vehículo que se suponía se había dado a la fuga.

Y lo mejor era que había pasado justo al lado de un geriátrico.

-Imagínate, Manuel: acostumbrados a putas, chorizos, camellos… Donde nadie sabe nada, nadie ha visto nada, ni el nombre de la madre que lo parió; vamos a ir a un sitio a resolver un caso enfrente de un geriátrico en el que los viejos saben hasta los colores de los cordones de los zapatos del basurero que pasa cuando ya están todos durmiendo. Vamos a llevar hasta videos en «teznicolor», Manolín.

-¿De qué vas con eso de Manolín? Somos compañeros, nada más. Me llamo Manuel. Manolín para mi abuelo, que en paz esté y a nadie se le aparezca.

Llegaron al geriátrico y se presentaron en la recepción con la orden judicial. La recepcionista, rubia por supuesto, la intentó leer y la rechazó con un movimiento de uñas azul turquesa con estrellitas doradas con fondo rojo y llamó al director.

El director bajó de su despacho ipso-facto. Jovial, colaborador. Sería un gran empleado público, pensó Ernesto.

Le presentaron la orden judicial al director.

-Por supuesto que pueden hablar con quienes tengan que hablar y necesiten hablar. ¿Eso pone en su orden, no? María les dará la localización de todos los residentes por plantas y habitaciones.

Cogiendo aparte a quien suponía que mandaba en la pareja, llevó a Manuel y le comentó:

-Mire usted, no me alteren mucho a los viejos porque esto no es una institución pública y por cada uno que se muere perdemos un buen dinero con el que pagamos a muchos trabajadores y a las otras instituciones que mantienen este servicio. Hágame usted el favor.

+Mire usted también. ¿Se puede quedar usted aquí con mi padre por 800 euros que cobra de pensión? Porque estoy hasta los huevos de él.

-Lo siento. En esta institución el servicio mínimo tiene un valor del 2100 euros. Lo siento de verdad.

+Mire usted. Hoy me llevo de aquí retenidos a veinte viejos como presuntos de lo que sea y el ministro me aplaude con las nalgas. ¿Entiende usted? Y los calabozos de la comisaría pueden ser «disnilandia» o «ausbich». Le dejo a «ligir».

-Podemos concretar los detalles mañana, pero su señor padre tendrá una acogida en nuestra institución plena de satisfacciones.

Tras las presentaciones de credenciales, al fin, la policía pudo empezar su trabajo: los interrogatorios.
Gervasia (96 años, ciega desde los 48, cabeza encima de lo demás, sin sal, cadera bien).
-Policía: ¿Si usted está ciega, cómo puede saber lo que pasó?
+Pues claro, mi niño (perdone por la confianza), porque es lo mismo que le pasó a mi hijo cuando era joven y yo era más joven porque aquí donde usted me ve había más juventud y no sabe usted la de cabezas rotas que se hacian los zagales por mi que yo era guapa y más y mi hijo lo mismo porque es hijo de quien es, capitán, nada menos que lo ponía en la gorra y a mi hijo lo mató un muro que fue contra toda velocidad a su encuentro cuando probaba el amoto del tío y lo dijo justo antes de irse con el Señor. El muro lo atropelló. Pues a este, lo mismo. Siempre más cemento, más cemento y pasa lo que pasa. En mis tiempos, los muros eran de madera y asín no atropellaban ni nada.

Lorenzo (97 años, próstata mal tirando a podrida, vista bien para el lado derecho, cadera bien).
-Policía: ¿Vio usted lo que sucedió?
+!Vaya si lo vi! Lo grabé en el teléfono que me regaló mi nieto. Tenga usted.
-Perdone, pero aquí solo hay treses.
+Señor policía, aún sé lo que hago y está todo grabado en mi teléfono. ¿Quiere que llame a mi nieto para que le enseñe?
-Perdone, pero es que su teléfono no tiene cámara. Usted ha estado pulsando el tres indefinidamente.
+!Enfermeraaaaaaaa!
Tras múltiples interrogatorios parecidos, Ernesto y Manuel se metieron en el coche patrulla con la incertidumbre de cómo se había dado el pizzero tal hostión si nadie sabía contra qué.

Viendo que ya sólo faltaba una hora para cumplir su horario, se fueron a su sitio predilecto para investigar: el Donut Palace de la salida de la autopista.

Aparcaron antes del semáforo y, antes de salir del coche, ya oyeron el estruendo de una vespino a todo trapo, trucada seguro. Antes de cerrar las puertas del coche patrulla, la moto se estrelló justo delante de ellos contra nada visible. Simplemente se estrelló. Como contra el aire. Un aire muy duro, pensó Ernesto.

Manuel se quitó el palillo de la boca y se lo guardó en el bolsillo para más adelante. Estaba conmocionado. ¡Comida china por el suelo! Su favorita.

Ernesto maldijo su suerte. Ahora no tenía más remedio que llamar por teléfono a la policía desde el Palace, cambiando la voz, para que le diera tiempo a comer algo antes de que sonara la centralita del coche patrulla. Debería haber sacado oposiciones para antidisturbios, pensó.

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