El hombre de los cinco pares de ojos.

Esta es una historia que será real porque yo voy a escribirla, no por otra cosa, aunque la resumo porque no sabría contarla con la voz de ella.

Me la contó una abuela que no tengo, ocurrió en un lugar que no existe y al que no se debe volver y lo que pasó, no le pasó a ella sino a una amiga que no tenía. Sólo la contó una vez y porque se sentía con la falta de pudor que da la cercanía de la muerte. Y yo estuve allí.

El comienzo es circense: el hombre de los cinco pares de ojos. Apúntense, pensé yo.

Y empezó por el quinto.

El quinto par de ojos estaba sin brillo ni intención de mirar. Se acercó a ellos para ver si había quedado alguna imagen grabada, pero no había nada: amarillo sobre amarillo. Sólo sintió sentimiento de alivio. Puso los troncos y las plantas en su lugar y se fue.

El primer par de ojos que vio de él le parecieron su casa. Un dúplex cuando aún no existía la palabra dúplex. Cálidos y acogedores y con un piso  arriba por explorar. Se miraban tanto y con tanta intensidad, que ella bajaba a veces los ojos porque le parecía que podrían matar a algún pájaro que cruzara la línea de sus miradas. Y aún no existía Superman. Se fueron acercando y juntando todo lo que podían. Se fueron tocando cuando tenían oportunidad todo el cuerpo menos por dentro y los ojos, que eran la maravilla y no se tocan.

El segundo par de ojos le parecieron las llamas de la hoguera a la que te quieres acercar para calentarte más y más aunque ya estés ardiendo. Quitarte la ropa para que toda fuente de calor sean esos ojos, ese cuerpo. Y ese fue, entre el bosque y el camino, por donde menos gente pasa o por donde no pasa nunca, el sitio y el momento más feliz de su vida, el más intenso. Ni marido, ni hijos, ni nietos, ni bobadas de esas. Ella hablaba de sensualidad, de felicidad.

El tercer par de ojos la atravesó, la taladró. Esos ojos ya no la miraban, como si fuera transparente. De la candela al lago helado. Eso le pareció cuando se vio reflejada en uno de los ojos de él recibiendo la primera bofetada. Sintió un frío inmenso y repentino y ningún sitio para ponerse a salvo.

Cuando vio su cuarto par de ojos pensó que esos no eran los verdaderos. A punto de salirse de sus órbitas, rojos, implorando vida y feos, horribles. Había sido una especie de suerte que entre tantos golpes de él y tanto recibirlos de ella, sus bragas se quedaran en el cuello de él y que ella aprovechara para tirar de ellas con todas sus fuerzas apoyando las piernas en su espalda. Habría podido mover un tanque con tanta fuerza como da el instinto de supervivencia.

Después, ¿qué es mejor, contarlo y aguantar el chaparrón de por vida u ocultarlo por si hay suerte y empezar de nuevo? Lo arrastró y lo tiró a un pozo que hay en el canal en un tramo por el que no suele pasar nadie. Y hasta aquí la historia.

Al terminar, en el típico turno de ruegos y preguntas; había tanto silencio que se podían oír los gritos de los pensamientos de los congregados; familia, no más. Pensé en preguntarle que cómo puede ser el momento más feliz de tu vida, el que pasas con alguien al que tuviste que matar para que no te matara. Pero se me quedó la pregunta en la garganta porque no tengo abuela, ni existe el sitio en el que no hay que detenerse ni tampoco la amiga de mi abuela a la que le pasó esto.

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