La leyenda cuenta que hace muchos años en un reino no tan lejano como el tuyo, vivía un rey de carácter alegre, condescendiente y de muy buen humor. Pero no hasta el punto de que le robaran una calabaza del huerto real.
Cuando se enteró, ordenó buscar al ladrón por todo el reino y, cuando fue encontrado, le condenó a morir: calabaza por calabaza.
Pero el buen corazón del rey, siempre escuchaba a sus condenados después de la sentencia. Era un mísero sacrificio del juez en pos de la mínima esperanza del condenado.
Ernesto, que así se llamaba el ladrón, y conocedor del carácter comprensivo del rey intentó salvar su pena.
-Mi señor, no he robado por codicia ni avaricia ni malicia sino por ver comer a mi mujer. Asesinas a asesinos y matas a matadores. ¿Qué harás con alimentadores? Si mi culpa es alimentar, ¿no me podrás condenar a alimentar a cualquier familiar?
El rey se conmovió por esa simple argucia mal rimada y dijo:
-Aún siendo hombre y siendo pobre, a pesar de tu ruindad te concederé una oportunidad.
El rey se retiró a sus aposentos y se quitó la corona para poder pensar con claridad. Pensaba qué hacer con Ernesto:
-¿Qué podré hacer con este penitente? ¿Le haré asistente o teniente o pendiente de la horca?
Al día siguiente el rey ordenó que metieran en una celda a todos los condenados a muerte, entre los que estaba incluído, claro, el campesino Ernesto.
El rey entró en la celda y les dijo a los condenados:
-Estáis condenados a morir, unos en la horca y otros decapitados. Pero gracias a mi benevolencia, podréis ser indultados.
Estaréis tres días en esta celda sin comer ni beber hasta que entre todos vosotros escojáis a un candidato. Ese candidato morirá y el resto viviréis.
Cuando el rey salió de la estancia, todos se miraron entre sí. Nadie quería morir.
La elección fue rápida. Como nadie conocía a Ernesto como delincuente habitual, fue el elegido.
Ernesto suplicó que lo suyo era por necesidad y no por maldad. Sus compañeros le replicaron que elegirle no era por bondad sino por amistad.
Sea como fuere, se llamó al carcelero al cabo de una hora y éste llamó al rey. La decisión estaba tomada.
El rey entró en la celda y se conmovió al ver las caras de los condenados. Había visto gestos parecidos al ver jabalíes heridos intentando escapar, pero nunca en humanos.
En cuanto Ernesto salió de la celda fue ajusticiado a hacha. Sus compañeros de celda se sintieron, por fin, aliviados e incrédulos.
Cuando el rey estaba a punto de irse de la celda todos gritaron al unísono:
-Libéranos, cumple tu palabra.
El rey ni siquiera se volvió para decir:
-Ni siquiera fuísteis capaces de salvar al menos malo de vosotros. No prometí liberaros, prometí no mataros y cumpliré mi promesa.
Seguiréis en esta celda sin comida ni bebida hasta que las fuerzas os abandonen.