Necesito ayuda

Me acabo de despertar. No bebo, ni me drogo ni nada de nada, pero me duele la cabeza y no sé dónde estoy. Lo primero que siento es calor y humedad. Lo segundo es que estoy desnudo, bueno, con una especie de taparrabos. Lo tercero es el olor: nauseabundo, entre pescado podrido y orín. Levanto la cabeza y veo un pene apuntando hacia mí. ¡Joder! Me están meando en la cara. Me desmayo.
Me vuelvo a despertar. Y recuerdo lo anterior. Casi sin abrir los ojos intento averiguar si eso tan desagradable ha sido un sueño, una pesadilla, o ha sido real. Real no puede ser, obviamente, me digo.

Me cuesta abrir los ojos del todo. Están pegajosos. Tengo una capa densa de… de… de… No sé. Es una especie de grasa que apesta a pescado podrido y a meados. ¡Joder!

necesito-ayuda

Me incorporo con esfuerzo, me siento débil. Tirado en el suelo, con el codo apoyado en el suelo, veo como una riada de agua, sangre e inmundicias de pescado siguen su camino calle abajo. Yo les cortaba el paso. Asqueado, me pongo de rodillas.
Entonces empiezo a notar collejas frías y pegajosas en la cabeza y la nuca. Me doy la vuelta y una sustancia mojada y blanda entra en mi boca abierta. Por hambre o por reflejo, muerdo y la sustancia de las vísceras del pescado pasadito de día se desparrama dentro de mi boca soltando sus jugos aromáticos. Vomito encima de mi y de la inmundicia que me rodea. Estoy en el depósito en el que tiran los desperdicios de pescado ¡Puaj! El asco por lo menos me da fuerza y me incorporo.
Me encuentro en una calle atiborrada de gente rara. Esto no es mi país, acierto a pensar. Miro a mi alrededor y, la cama de la que me acabo de levantar, está atiborrada de excrecencias de pescado. No tengo espejo y mejor no tenerlo. Pienso en qué hago aquí. No me da tiempo a mucho más porque la señora que está a mi derecha en lo que se supone un puesto de mercado de pescado me mira y se desata el vendaval. De no sé dónde llegan tres tipos sucios, aunque no más que yo, y me sacan de mi cama de podredumbre a golpes y empujones y gritos en un idioma incomprensible hasta para mí. Creo que no me pegan más por el asco que les doy. El final de la paliza sólo lleva a unos cuatro metros de donde estaba. La calle no es muy ancha ni ellos parecen ver mucho peligro en mí, supongo. Me pongo a gritar que soy Ernesto, mi nacionalidad y… nada más por golpe con algo parecido a un palo que me revienta los labios y me deja un diente en su sitio pero bailando: perdido para siempre.
Tirado frente a la pescadería me paso la mañana o la tarde o lo que sea porque no tengo noción del tiempo. En algún momento entiendo el porqué de la paliza. La pescatera y los tres que me apalizaron recogen la gran piscina de sobras de pescado y la meten en el interior del puesto. Al rato salen bolsas de color marrón llenas de una sustancia semilíquida y las van metiendo en una furgoneta. Entiendo que el problema no era tener un cadáver entre las sobras; el problema era tener un vivo.
El vivo soy yo. Empiezo a tener la cabeza despierta. Seguro que me drogaron para traerme hasta aquí. Y el miedo empieza a apoderarse de mi. Grito mi nombre y quien soy una y otra vez. Pero la gente que pasa me mira y o se ríe o me da una patada o me escupe. Intento hablar con algunas personas pero, entre que no me entienden y el asco que les produce mi aspecto, me rehuyen. Les doy tanto asco y les resulta tan indiferente mi existencia, que escapan intentando que no les toque.
Cada vez está más oscuro, se hace de noche. Por la enorme calle bulliciosa no se ve un alma pero empiezan a merodear muchos perros que están comiendo los desperdicios de la basura que se quedó por el camino. Están esqueléticos. Recuerdo a mis dos Golden Retriever y pienso que sólo servirían de comida para estos. Mientras lo pienso, veo que tengo a unos cuantos a mi lado pensando también en comida y mirándome a mi. Me levanto maltrecho como estoy y empiezo a gritar y a mover los brazos. ¡Funciona! Debían pensar que estaba medio muerto, pero aún no.
Aún no, pero por cuanto tiempo… Me muero de hambre y de sed pero por fin tengo la cabeza despierta. No sé por qué estoy en donde sea que esté pero no durará mucho tiempo.
Esto es un barrizal y hablan en un idioma incomprensible por lo que supongo que estoy en el peor sitio de cualquier ciudad de uno de esos países del tercer mundo. Cuando vuelva a mi país alguien se va a cagar. De momento, tengo que conseguir que alguna autoridad me atienda y me entienda. Explicarle mi caso de necesidad y que me permitan atender mis necesidades básicas hasta que sepan quién soy y qué hacer conmigo.
De noche cerrada, cansado, dolorido, hambriento y sediento. Sólo busco algún lugar para dormir a salvo de los perros. Encuentro un puente con un recoveco idóneo para estar más o menos a salvo de los mosquitos que parecen pájaros. Mañana será otro día.
Pero mucho antes de mañana, a los quince minutos según mi cálculo, recibo un tremendo golpe en el costado derecho. No respiro. Me despierto y veo un pie desnudo, negro, mugriento que se dirige a mi cara. Veo un resplandor y me apago.
Esto va de despertares. Ahora me despierta un fuerte dolor en el hombro, estoy no muy lejos del puente que debía haber sido mi hotel esta noche. Abro los ojos y me encuentro al lado del río, estoy empapado, mi cuerpo hinchado de picotazos de mosquitos y en mi hombro falta un trocito de carne. Sangro. Veo perros a mi alrededor que se alejan como con desagrado. Uno lleva el hocico con trazas de algo rojizo. Ya sé dónde está el trozo de hombro que me falta.
Creo que sólo ha pasado un día desde que me desperté en el estercolero de pescado pero podría haber sido un año. No puedo más. Tengo que beber y cojo agua con las manos del río de color marrón. Pienso en lo curioso que es que el agua en mis manos siga siendo de color marrón. Normalmente el agua en pequeñas cantidades parece más incolora. También apesta. Pero me da igual porque aquí todo apesta y tengo que beber o me muero.
Ya se hace de día y puedo ver a las personas que hay debajo del puente en el que intenté quedarme anoche. Alguno de ellos me pateó y me echaron de allí. El egoísmo del que sólo tiene la nada y no quiere compartirla. Son bípedos, pienso, pero no humanos. Por lo menos en mi país. ¡Qué asco! Y, a mi, ¿quién me ayuda?
Tengo que salir de aquí y llegar a la embajada. Lo mejor es caminar en línea recta. Así llegaré a algún lugar habitado por gente civilizada. Hacia el norte, porque en el norte suele estar la civilización. Pero no sé dónde estoy, quizá estoy al norte en un país del sur y la ciudad más importante está al sur. No sé. Allí hay un árbol. No hay muchos. Me voy en esa direccón hasta que encuentre a alguien que hable inglés por lo menos.
Llevo horas caminando. No puedo más. No debí beber el agua del río porque la diarrea chorrea por mis piernas y no puedo apartarme las moscas. Pero necesito salir de aquí. A lo lejos creo ver una carretera. ¡Algo asfaltado! Si pudiera, correría.
¡Mejor de lo que pensaba! No es una carretera. Es una calle de una urbanización. ¡Por fin! Hay un chalet que es parecido al mío. Ya me queda poco. Llego a la calle, camino ya mis últimos metros porque me han visto los vigilantes de seguridad. ¡Por fin la civilización! Sueño despierto con la cerveza y un bocadillo de lo que se estile por aquí.
Casi estoy llegando a la altura de los vigilantes cuando veo que llevan una especie de camioneta detrás y uno de ellos lleva una ¿manguera? y cara de mala hostia. Miro hacia atrás y nadie me sigue. ¿A qué viene ese mal talante? Por si acaso, a distancia, les hablo en inglés de mi nombre, mi país y mi posición. Pero ellos siguen caminando al ritmo que marca la camioneta y me señalan primero con mala cara y después con risa desaforada: cuando abren la llave del agua de la camioneta y sale un chorro de agua helada a presión que me tira al suelo.
Cuando para el chorro de agua, por un momento soy optimista, me he duchado. Me dura poco, lo que tardan los vigilantes en llegar hasta mí y patearme todo el cuerpo. Les sigo hablando en inglés diciendo mi nombre, mi país y mi cargo hasta que alguna costilla se me debió romper y me dejó sin fuerza en los pulmones. Como ya me ven suficientemente amedrentado, se mean encima de mi y me tiran por la cuneta. Curiosa costumbre de mear a la gente en este país. Y yo que, por lo menos, estaba limpio.
Ahora sí que no puedo más. Tengo alguna costilla rota que no me deja respirar bien y estoy desesperanzado. No me creo que esto me esté pasando a mí. Ni siquiera soy un desarrapado, pero nadie me quiere escuchar.
He bajado rodando unos cuantos metros desde la cuneta. Me duele todo el cuerpo y no me puedo incorporar. Me toco la cara y los brazos y creo que están hinchados por las picaduras de mosquitos y otros bichos y por los golpes y me entran arcadas. Tuerzo la cara para no vomitarme encima y veo sangre salir de mi boca. Ya me da igual. Veo perros haciendo círculos cerca de mi. Me siento tan débil y desamparado que ya me da igual. Me desvanezco una vez más.
Me despiertan zarandeándome y me encojo de miedo. Ya no estoy donde estaba la última vez que me quedé dormido. Estoy recostado en una especie de colchón hecho de cartones. La primera cara que veo, me mira y sonríe. Lo primero que pienso es que no me va a comer porque no tiene dientes. Lo segundo es que si no tendrá espejo para ver que tiene una enorme grano en la mejilla con movimiento en su interior. Estoy en un descampado al lado del río infecto, quizá cerca de dónde me había dormido la noche anterior. Me acercan un cuenco caliente lleno de sopa y que no huele mal. Me lo tomo en cuestión de segundos y recojo los tropezones con los dedos chupándolos y saboreando cualquier espina.
Estoy más aliviado que saciado por la comida que me supo a gloria. Me incorporo un poco para ver dónde estoy y veo un grupo de gente asquerosa aunque quizá menos que yo. Me llama la atención que nadie mire para nadie. Se comunican apartándose con los brazos unos a otros. Parece que sólo piensan en comer. Para glotonerías estoy yo. Al fondo veo la cocina: una hoguera con gasolina y ramas. La cacerola es un bidón y la sopa se está haciendo con agua del río y con un material indefinido que sacan de bolsas de color marrón. Por alguna razón, no vomito. Mi cuerpo se debe estar acostumbrando aunque mi mente pide la eutanasia.
Parece que están todos durmiendo. Yo no puedo. No sé cómo salir de aquí. Yo no debo estar aquí. No pertenezco a esto. Esta… pobreza. Vale, que está muy mal y cuando vuelva a mi país haré lo posible para ayudarlos desde el ministerio. Pero quiero salir de aquí. Yo no soy de aquí. Y no sé cómo salir. Estoy atrapado. Siendo optimista, nada podría ser peor.
Un pequeño ruido me alerta. Se me acerca la persona que me salvó. La cara desdentada y con gusanos en la cara. La verdad es que no sé si es hombre o mujer. Se me está acercando demasiado. No sé qué coño puede querer de mí. Conversación imposible. ¡Qué coño de idioma hablarán estos! ¡Mierda! Me está quitando el taparrabos y yo no puedo ni moverme ni apenas emitir sonido. Es hombre. Ahora lo sé. ¡Quiero morirme ya!

-La oposición pide la inmediata comparecencia del Ministro del Interior para explicar la nueva ley de inmigración.
-El gobierno aplaza la comparecencia del Ministro del Interior por la desaparición del mismo. Las fuerzas de seguridad del Estado están inmersas en su búsqueda.

5/5 - (10 votos)
Esta entrada ha sido publicada en Relato y etiquetada como , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario