Tumbados

Ya están los de arriba metiendo bulla, che. ¿Nos levantamos? – dijo él.

-No, aún no – dijo ella.

-Bueno, en verdad no se está mal en esta pieza. Espaciosa y toda para nosotros dos. Menos cuando vienen tus amigos, claro.

-Mis amigos han venido, vienen y vendrán. A pesar de ti. Lo del bastón del otro día no fue precisamente lindo.

-Oh, sí que fue lindo, che. Corrían como si les mordiera su propio orto. Sobre todo ese que lleva la gorra siempre picuda que le hace mala sombra. Ese que quiere algo con vos. Decime si no disfrutaste. Yo aún me estoy riendo.

-¡Riendo! Sos horrible. Mis amigos me hacen reír, vos solo me hacés llorar.

-Vos no podés llorar. Nunca pudiste.

-Sos cruel.

-Pues lo mejor fue ayer con la espada. A punto le di en la cabeza a tu pretendiente «malasombra» que se le cayó su ridícula gorrilla. Y qué cara de trapo se le quedó al tipo, che. No sé si repetiré hoy. ¿Vendrán tus amigos hoy?

-No sé si vendrán. ¿Cómo lo puedo saber? Sólo sé que esperan que vos no estés. ¿Y de dónde sacaste la espada? Ah, ya sé. Herencia de los antepasados. Sos conde, decís, ¿no? No heredaste palacio, no heredaste los modales, sólo la locura.

-Locura por vos, Agnes.

-No hacés el loco por mí. No me podés engañar. Hacés locuras de loco, no de enamorado. Pero decí: ¿de dónde carajo vino esa espada?

-Digamos que la Providencia la puso en mi mano para matar herejes. Ja, ja, ja. ¿Os acordás de Santiago el Apóstol? No, veo que no podés llorar y tampoco sonreír.

-Esa espada pudo hacer mucho daño. Aún lo recuerdo y me estremezco.

-Agnes, vos no podés estremeceros, che. No vení con esas. Además la espada aterradora es de plástico, ¡de plástico!, che. Pero del plástico que hasta los niños saben que es plástico en cuanto lo ven. Creo que la camarilla de amigos que tenés no es muy perspicaz. No me aventuro a hablar de vos.

-Vuelven a molestar los de arriba. Nos levantamos.

-No, creo que no. No se está mal aquí echados, juntos y solos, sobre todo solos. ¿Verdad amor?

Arriba se oía tejemaneje como de estar preparando algo. Ruido y trasiego de bultos que induce a pensar en mil teorías cuando se escucha desde abajo. Al ruido áspero y desagradable se le imagina con cara ruda, fea y forunculosa. La melodía es proporcionada y depilada. Ernesto no paraba de obedecer y de rebatir:

-No veo por qué tenemos que enviar a toda la tropa de tunantes molestos una vez más. Al final sólo gana el conde y Agnes siempre se queda dolida, llorosa y apesadumbrada fingiendo su amor y se acabó la función. Pero eso es porque no le queda otra alternativa si está obligada a estar con él.

-Ernesto, déjalo ya y ponte a prepararlo todo que se te va el tiempo por la boca.

-Yo quiero cambiar el guión de una vez y para siempre. Quiero que Agnes sea amada de verdad y no tutelada y utilizada por ese, ese, ¿conde?

-Ernesto, todos sabemos que vas para dramaturgo pero de momento sólo eres dramático. ¿Qué hay de malo en mandarles a los chicos y que el conde les de unos palos para hacerse el valiente delante de su amada? Hasta ahora funciona, todos se divierten y nos ganamos un dinerillo. ¿Por qué hay que inventar la rueda?

-No creo que todos se diviertan. Nadie que estime a Agnes se puede divertir. Si alguna vez vencieran al conde y la liberaran de su maldita existencia…

-Ya, y harían una bacanal entre todos y la pagaríamos nosotros. Ernesto, ponte a trabajar, anda, que nos queda tema.

-Trabajar. No hago más que trabajar para facilitar este espectáculo funesto. Si ya no tiene ninguna gracia. Quizá al principio pero ya no y Agnes…

-Ernesto, ¿Agnes te ha sonreído alguna vez o te ha dicho algo o te ha mirado siquiera? Porque si es así, llamamos al Papa para que la canonice. Y a ti de paso.

-No pero a veces creo que la oigo hablar con el conde. Y está desolada. Conmigo tendría mejor futuro. Como bien dices, no soy dramaturgo pero tampoco la tendría encerrada en un cajón aunque fuera de oro. Me gustaría que un minúsculo pedacito de su corazón viviera en el mío y haría que viviese por sí misma aventuras y desventuras, alegrías y penas, y que amara y se sintiera amada y despreciada y deseada y que deseara sin ser correspondida y que sintiera la felicidad y la desdicha, el hambre y el dolor y que apreciara lo cerca que está el odio del amor y la venganza de la justicia y que exhausta, volviera a mí, a por su pedacito de corazón para recuperar el hálito.

-¡Ernesto! Ponte a trabajar de una vez y le cuentas tus desvaríos a tu psiquiatra.

Abajo prosigue la pereza que conlleva la horizontalidad:

-Se podría estar mejor en silencio sin las voces de los carajos de arriba. Quizá vos con la espada…

-De plástico.

-La excusa al paso. Mucho te movés otras veces.

-Relajate, amor. Además iría contra mis principios. ¿Querés oir mi teoría sobre los de arriba?

-Vos no tenés principios. Sólo tenés final y, a cada paso, más cercano.

-¡Che! Qué rencor. Aprendés rápido.

-Tengo un modelo que me inspira.

-Bien. Como no decís que no, interpreto un sí y te cuento mi teoría: arriba hay muchos tipos. Todos ruidosos. Pero, ¿querés saber por qué iría contra mis principios ir a armarles bulla? Porque hay un esclavo y, como bien decís, soy noble y la nobleza necesita de esclavos. ¿Qué sería sino del águila sin sus presas? La paloma, la perdiz, hasta el halcón o el buitre temen al águila. El poder no existe sin el miedo. No sería noble sin esclavos, entonces, que los haya.

-Te comparás con el águila pero yo a vos lo veo más bien como el cóndor. Más carroñero que cazador. ¡Y qué nobleza! ¿Y los palacios, las joyas y los lacayos? Malvivimos en esta pieza desconchada que ni siquiera es tuya.

-Qué aspereza de carácter. La nobleza va por dentro mi amor. ¿Querés saber por qué sé que hay un esclavo ahí arriba? Fácil. ¿Cuántos nombres habés oído en todo este tiempo?

-Creo que sólo uno: Ernesto.

Voilá. Hay muchas voces pero sólo se escucha un nombre y siempre precede a una orden: Ernesto haz esto; Ernesto pon lo otro. ¿Me seguís?

-Sí. Y creo que nunca se oye la voz de Ernesto. ¡Qué horror!

-Horror, horror, error. No te enterás. No sabés. Amor, a cada cuál le toca un papel a representar. A Ernesto el de esclavo, a tu «malasombra» el de humillado apaleado, a mi el de humillador apaleador y a vos el de mi amante eterna.

-Nada es eterno. Espero que nada sea eterno.

-Pero es placentero pensarlo.

-No creo que lo sea para Ernesto.

-Te conozco. Ya estás sintiendo amor por el tal Ernesto. O lástima. En vos los dos sentimientos se confunden.

-Pero mi odio es reconocible.

-Bueno, che. Ahora sí que arman bulla. Venga, nos levantamos.

-Ya va siendo hora. A ver si te comportás si viene alguien.

-¡Ah! ¡Qué bueno estirarse! Hemos pasado demasiado tiempo tirados, ¿no creés Agnes?

-Creo que no estoy muy bien.

-¡Agnes! ¿Qué tenés en el brazo? ¡Dios mío! ¡Ágnes, movelo, movelo!

-No puedo. No se me mueve. Creo que tengo algo roto. ¡Oh, Dios!

Desde arriba se oye: -¡Ernesto! Se rompió la cuerda del brazo derecho de Agnes. Cósela rápido que la función empieza en cinco minutos.

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