En una calle concurrida

Aparte de pellizcarte, una de las formas de saber que estás vivo es ver fantasmas: si los ves, significa que no estás entre ellos, aunque puede ser que lo estés de otra manera, pero no en el sentido estricto.

Por aquello de la tradición popular, yo siempre pensé que no los vería hasta estar pronto a morirme, aunque ahora que lo pienso, pudiera ser que esté cerca de espicharla y es por eso que se van dejando ver «de a poquitos».

También suponía que eran traslúcidos y amedrentadores. Pero todas mis ideas alicatadas al respecto reventaron el día que vi a Ernesto.

Fue como una bujía contra un azulejo. Se quebró en el punto justo de choque y se resquebrajó por completo en líneas aleatorias.

Era una calle muy concurrida del centro, de esas en las que todo el mundo sale a verse y a que le vean y en las que nadie mira a nadie en particular.

Esas calles de postín en las que el tullido roza vestidos de Chanel, en las que el virtuoso del violín recibe los céntimos manchados de desdén de los amantes de la ópera, donde el payaso callejero sólo divierte si es del McDonald’s, en las que sentar el culo en una terraza te duele más que curar una almorrana.

En las que las fachadas parecen decorados de película en las que nunca se ha visto a nadie asomado a un balcón, en las que no se sabe si el moho acumulado en las ventanas se cría en la calle o es que está intentando escapar desde el interior, en las que puedes conseguir artículos que cuestan tres euros pagando cien, en las que se puede engañar al banquero, en las que las oportunidades pasan a diez bolsos por minuto, en las que en el callejero está en rojo como si fuera un prostíbulo, en las que los mendigos de algo se ponen el chaqué de todo y camelan a las mujeres saturadas de todo que andan despistadas buscando ese algo que algún día tuvieron.

Son las calles que no vieron crecer a nadie, que se limpian con no ver el suelo, que desaparecen al anochecer, que te pisan si no vas descalzo, que hacen que te calles o que digas cualquier cosa pero nunca que hables, que engullen y vomitan a la vez, que, con tantas personas en ellas, son impersonales.

Es el ecosistema perfecto para que cualquiera pueda pasear tranquilo sin sentirse aludido porque las miradas van en todas direcciones y lo que un vistazo ve nacer, se hace viejo al completar un pestañeo.

En ese caldo de cultivo le vi. En otro escenario llamaría la atención por su físico poco agradecido, pero allí pasaba desapercibido, aunque no para mí que, aunque sólo llevo su espíritu, no tenía olvidada su forma.

Le seguí unos pasos con la mirada y unos años con el recuerdo. Pensé que podría presentarme y agradecerle todo lo que hizo por mí, por ser quien soy aunque no sea nadie. Pero una ráfaga de viento cálido en mi cabeza proyectó una película deprimente: podría plantarme delante de él y que no se acordara de mí o peor aún si se acordase: podría verse fracasado reflejado en mi fracaso. Y yo podría encontrarme a una persona, ya vieja y chocha, que chocara con la persona apasionada, inteligente, lúcida y paciente que guardo en un lugar privilegiado de mi cerebro y de mi corazón.

Le vi alejarse fotograma a fotograma. Quería grabar su imagen en mi cerebro una vez más para saber por siempre que fue real alguna vez.

Le debo tanto que no quiero pagarle para no olvidar mi deuda.

Ya han pasado años desde entonces. No sé si él o yo o ambos ya estaremos muertos a estas alturas.

Fue la primera vez en que vi a una persona pero preferí quedarme con su espectro.

Dicen que no hay que molestar a los fantasmas.

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