El diario de Laura

A Laura, Laurita, le regalaron un diario.

Se lo dieron envuelto en precioso papel de celofán y con una nota:

“Seguro que todos tus sueños se harán realidad y los escribirás en estas páginas”

En el momento de escribir la nota dedicatoria a nadie se le ocurrió que el orden de la frase se pudiera invertir en algún momento.

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Laurita lo abrió curiosa y se quedó estupefacta; todas las páginas estaban en blanco. Todas.

Le explicaron que en él podría contar toda su vida y sus pensamientos para ella sola. El diario es personal y nadie, nadie, lo puede leer salvo la persona que lo escribe.

Ni siquiera estaba su nombre en el membrete de la portada. Lo cogió con todas sus fuerzas y se fue a su habitación corriendo.

Todos se guiñaban el ojo y se daban codazos viendo la estupefacción en la cara de Laurita y su carrera posterior escaleras arriba. Pensaron que le había gustado tanto el regalo que no quería perder tiempo para empezar a escribir.

Después, en los corrillos que se formaron en la fiesta y con la locuacidad que otorgan unos gramos de alcohol, algunos iban traicionando la confidencialidad de sus diarios de adolescente contando anécdotas a las que no concedían más valor que a la condescendencia con la niña cumpleañera.

Cuando Laurita llegó a su habitación sollozó. La desolación que sentía no le permitía llorar. Siempre pensó que llorar es para los demás y sollozar es personal.

Abrió el diario y pasó todas y cada una de las páginas. Todas en blanco. ¿Dónde estaba toda su vida?

¿A quién se le habrá ocurrido que su vida no vale nada, ni un resumen, ni una reseña? ¿Quién se había dado la potestad de ponerle punto de partida a su vida? ¿Por qué empieza hoy? ¿Y lo que pasó ayer, y el mes pasado, y el año pasado?

Despachó a todos los que fueron a su habitación a interesarse por ella con un fingido dormir ya ensayado en otras ocasiones por otras razones.

Lloró durante toda la noche y sus lágrimas empaparon su almohada y su pijama y ahogaron su inocencia y regaron la semilla de su odio.

Al día siguiente se despertó pronto y muy lúcida. Por primera vez le pareció sentir una brisa, un soplo, como un aleteo de pájaro agitando sus alas enfrente, en su frente. Nunca se había sentido tan bien y se juró que no sería la última vez que tuviera esa sensación.

Sintió que una sustancia viscosa le salía de sus orejas y de su nariz y de sus ojos. Ni se asustó ni se miró al espejo. Sabía que esa sustancia no se podía ver ni tocar ni oler. El odio se siente de otra manera.

Se levantó de la cama y buscó su diario o su diario se dejó buscar. Estaba un tanto destartalado por los vaivenes y la humedad del día anterior pero en cuanto lo cogió recuperó su lustre y se puso en sus rodillas o lo puso ella y empezó a escribir.

«Hola, querido diario. Hoy me levanto de la cama y como estoy enferma, no voy al cole…»

Sus padres se vanagloriaron internamente por el efecto que había hecho en su hija su regalo. Condescendientemente, esperaron a que Laurita fuera normalizando su conducta que estaba siendo un tanto hierática respecto a su diario en los últimos días.

Tras un tiempo de adaptación que a los adultos les pareció razonable, se declaró encantada con su querido diario que era el mejor regalo que le habían hecho nunca y que jamás le harían.

Estaba tan entusiasmada que un día preguntó a sus padres de quién había sido la idea de regalarle el diario porque quería darle una sorpresa especial de agradecimiento. Sin mucha resistencia, su madre confesó que había sido idea de su padre, que tenía un diario desde muy niño y lo seguía conservando. Laurita le dio un enorme beso a su madre y empezó a pensar la sorpresa para su padre.

Al día siguiente escribió en su diario:

«Hola, querido diario. Hoy me levanto y encuentro a mi padre en el suelo sin moverse y con los ojos como si no mirase nada…»

Tras la muerte de su padre, Laurita, consciente de su poder, se concentró en su mundo personal y en los estudios. Se volvió huraña, soberbia y desconfiada.

El diario se convirtió en su posesión más preciada, en su piel, en ella misma. Comprendía su valor y lo llevaba siempre consigo debajo de la ropa.

Tras la muerte repentina e inesperada de su marido, su madre buscó una tabla de salvación en su hija. Para sobrevivir al dolor de la pérdida, se fue haciendo confidente que no confesora de su hija.

Con el tiempo le empezaron a ir las cosas bien. Desde la muerte de su marido hablaba mucho y de muchas cosas con Laurita y todos sus problemas dejaban de serlo a los pocos días de confesárselos. A veces Laurita se sentaba sobre las rodillas de su madre y se dejaba acariciar el pelo como desde siempre. En esas ocasiones de máxima paz, su madre solía decirle con los ojos empañados:

-¡Ay, Laurita! Si tu padre estuviera aquí…

Laurita escuchaba seria sin decir nada mientras apretaba su diario y miraba sin mirar y sus pupilas se dilataban hasta teñir de negro todo lo visible de sus ojos.

Pasando el tiempo, la intuición de su madre llegó a su punto álgido cuando se enamoró. Siempre le había parecido hasta ridícula la idea de poderse enamorar de alguien distinto de su marido aunque estuviera muerto. Pero sucedió. Y tan pronto como sucedió, algo le hizo sentir que no debería decírselo a su hija. Como una ola de mar en invierno que la hubiera envuelto sintió que los trescientos gramos de papel que siempre llevaba consigo su hija separaban la realidad en la que vivía y la que debería vivir.

Año tras año, fue atando cabos y comprendiendo. Nunca tomaba una decisión sin consultar a su hija. Siempre temerosa, se sintió aliviada cuando se fue a estudiar a la universidad.

Allí, Laurita se convirtió en Laura.

Con el cambio de aires Laura se relajó y se empezó a divertir con el trato social. Siempre protegida por su diario nunca se sintió a disgusto. Configuró su vida estudiantil a placer y, por primera vez desde aquel lejano cumpleaños, se dejó llevar. Consiguió soportar no llevar siempre consigo su diario pero no paraba de escribir en él. Su nueva vida necesitaba muchas páginas que llenar.

Cuando conoció a Fito y se enamoró al instante de él, escribió en su diario:

«Hola querido diario. Hoy me levanto y al ir a clase Fito me invita a ir con él a su fiesta de cumpleaños…»

Tuvo suerte si la suerte existe, tal para cual, uña y carne, Adolfo y Laura terminaron sus estudios con excelentes calificaciones.

Laura no tuvo ni tiempo de escribir en su diario sus deseos de casarse con Fito porque éste se lo pidió en la misma ceremonia de graduación. Se sentía el ser más afortunado del mundo desde que estaba con Laura. Y, además, quizá estuviese enamorado de ella. Tendría que pensarlo cualquier día.

A la boda no pudo asistir una de las mejores amigas de Adolfo, exnovia y confidente. Laura lo refleja en su diario:

«Hola, querido diario. Hoy me caso y Fito está un poco triste porque el avión de Sofía no puede despegar por el temporal y no puede llegar a tiempo a la ceremonia…»

La vida sonreía a Laura, estaba hecha a su medida. Con el tiempo, su diario se iba llenando de reseñas cada vez más cotidianas y menos transcendentales:

«Hola, querido diario. Hoy me ascienden a directiva por fin…»

«Hola, querido diario. Hoy a Fito le deja de caer el pelo…»

«Hola, querido diario. Hoy nos dicen que tenemos plaza en el hotel que elegimos…»

El día en que acabó la última página de su diario no sintió nada. Antes hubiera sentido miedo o incertidumbre o ansiedad. Pero se sentía tan feliz y agradecida que no le cabía ningún sentimiento más.

Guardó el diario en uno de esos sitios donde se guardan las cosas para no tirarlas y lo olvidó. Lo olvidó durante años hasta que su médico le conminó a realizar varias pruebas de diagnóstico porque habían encontrado resultados anómalos en sus análisis rutinarios.

Estaba buscando su diario por todas partes cuando se sobresaltó por el timbre del teléfono. Su médico quería comentarle los resultados de sus últimos análisis y tenía que ser en persona.

Fue sola e intranquila. Más por la falta del diario que por su visita al doctor.

El médico tenía el semblante serio y curtido de los que están acostumbrados a dar malas noticias. Le pidió que se sentara.

-Las noticias no son buenas. Estaba preocupado y por eso le hemos hecho tantas pruebas en las últimas semanas. Está extendido en gran parte del cerebro y no hay ninguna posibilidad. He consultado con colegas de otros países y no me han dado ninguna esperanza. Lo siento.

Tal y como me pidió, estoy siendo directo. La previsión de supervivencia es de entre tres y seis meses. Le podemos suministrar fármacos para paliar el…

-No se preocupe, doctor. – Cortó ella sonriente. –Estoy segura de que se equivocan sus colegas y usted y de que todo se solucionará.

Se levantó entera mientras su médico, anonadado, rebuscaba en su cajón un paquete de tabaco aunque nunca había fumado.

Laura, ya en casa, buscó con tranquilidad su diario. Lo encontró en el cajón del escritorio. Después de poner la casa patas arriba, resulta que estaba en el lugar más evidente.  Pero se habían acabado todas las páginas. Todas estaban escritas.

Lo abrió y lo ojeó. Toda su vida estaba allí desde que ese librillo puso su contador a cero. Desde aquel lejano cumpleaños en que su odio le permitió dirigir su destino. Lo abrió por la última página y, al igual que le pasó de niña al ver todo el diario en blanco, se puso furiosa al verlo lleno.

Lo tiró con la fuerza que da la desesperación contra la pared y vio cómo rebotaba en el suelo sin estropearse, sin rasguño alguno. Pensó que era un déjà vu pero inmediatamente se vio de niña, en su cumpleaños, encerrándose en su habitación y tratando de destruir sin conseguirlo ese estúpido diario que le habían regalado. Ahí encontró la esperanza y pensó, no en lo negro sobre lo blanco, sino sólo en lo blanco que queda por escribir.

Comenzó por los márgenes y siguió por el espacio entre líneas y por cualquier espacio en blanco que había pero el resultado era siempre el mismo:

-Hola, querido diario. Hoy…

-Hola, querido diario. Hoy

-Hola, querido diario. Hoy

-Hola, querido diario. Hoy

A cada palabra que escribía desaparecía la anterior. Cambió de bolígrafo, lo intentó con un lápiz, marcando con la punta de un abrecartas, incluso con una aguja y su sangre. En vano. Había escrito su destino a voluntad pero se había olvidado de dejar espacio para la esperanza.

Por segunda vez en su vida se puso a sollozar.

-Llorar es público, sollozar es personal. – Pensó.

 

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