Cansada de hacer el amor con el que podría ser su hijo, se levantó sólo para ver su imagen sin miedo.
Le gustó que su espejo le devolviera una imagen de veinteañera. Acostumbrada a verse divina, volvió a la habitación, despidió a su amante sin ruido y, casi sin ganas, se puso a mirar el catálogo de «algo que hacer» para el resto del día.
Se sintió satisfecha de haber conseguido el futuro. Siempre soñó el futuro tal y como era ahora. Ni siquiera necesitaba dinero porque tenía lo que quería cuando lo quería.
Por fin podía ver el cielo y de distintos colores a voluntad.
Sin quererlo, porque lo odiaba, se empezó a acordar del pasado. Del hambre compartido con las ratas, de las arañas que le recordaban que sus piernas aún tenían sensibilidad tras no se sabe cuánto tiempo tirada en no se sabe dónde. Encima de y debajo de cartones empapados.
En el futuro no hay cartón, no hay ratas ni arañas. Pero el pasado muerde y duele más.
Pero el futuro no era perfecto y, antes de que el pasado fuera insoportable, le dijo a uno de sus asistentes:
-Por favor, llévame a donde se olvidan los recuerdos.
De camino de vuelta volvió a hojear el catálogo y se decidió por ir a ver a sus amigos en todas las partes de mundo.
En el futuro se puede ir y estar a la vez. Pero en Miami no había nadie. Ni en Cancún ni en Menorca ni en Niza.
Se revolvió inquieta y el ruIdo de la colchoneta en la piscina le sonó como si se estuviera revolviendo entre bolsas de basura.
Otra vez le venían recuerdos del pasado: olores a quemado, animales y mierda entremezclados. Gente horrible y peligrosa.
Algo había fallado. Así no podía estar. Volvió a reclamar:
-Por favor, llévame a donde se olvidan los recuerdos.
En la chabola, su hijo se levantó del jergón a duras penas.
-Mamá, no te puedes meter otro pico hoy, que la palmas.
A ella le sonó a impertinencia la voz de su asistente pero lo dejó pasar. Sólo dijo:
-No me hagas recordar el pasado y no me obligues a vivir el presente. Llévame al futuro. Sea el que sea. Llévame ya.