Rutina

rutina

-Entonces, ¿lo vas a dejar?
+Sí. Lo tengo decidido. Lo que me piden es demasiado.
-Sabes que, desde mi punto de vista, nunca deberías haber aceptado.
+Es un trabajo. Como otro cualquiera, en el fondo… ¿Es el tuyo mejor? Somos científicos.
-¡Sin duda! Mi trabajo no me plantea problemas éticos ni morales. Y duermo más o menos bien por las noches.
+Has dado en la diana. Quiero dormir sin remordimientos. Lo voy a hacer. Lo dejo. Me voy.
-Cariño, sabes que he estado y estaría siempre contigo a pesar de tu trabajo. Pero que lo dejes te hará una persona mejor y a mí me gusta la idea de amar a una persona mejor.
+Me gusta lo que dices pero me hace gracia. Tú no sabes nada de mi trabajo.
-No. Pero, cuando veo las noticias, sí. Sé que andas por ahí.
+Hoy me voy en autobús. Cogeré dos líneas enlazadas. Por el protocolo.
-De acuerdo. Entonces hoy me toca ir en tu coche. Ten cuidado.

Salió de su barrio en las alturas de la ciudad camino de la segunda parada del 16. A su barrio no llegaban los autobuses. Siempre que tenía que cambiar de ruta y tenía que coger el 16 o el 29 le pasaba lo mismo: el aire inodoro de su residencia se iba tornando en marrón. Como era una sensación conocida, no le sobresaltó.

Ya en la parte baja el aire no disimulaba su color ni su hedor. Los contenedores sin vaciar estaban rebosantes de cualquier cosa no comestible. Las calles brillaban con el primer sol de la mañana y con años de mierda sin limpiar, sólo esparcida con las mangueras de final de mes.

Una pareja follaba entre dos contenedores justo al lado de dos perros que hacían lo mismo. Se paró porque le parecía que los humanos y los perros parecían acompasados. Le hizo gracia y le dio una patada al perro más cercano sólo para ver si se rompía el encanto de los humanos. El perro se enfadó bastante. Enseñó los dientes que le quedaban con agresividad, la perra se tumbó sin inmutarse. Los perros en esa parte de la ciudad están tan famélicos y aterrorizados que no se atreven a atacar. De alguna manera saben que ellos también son comida. La pareja de humanos no se enteró de nada. Él pensó por un momento en sacar su arma y pegarle un tiro a uno de ellos para ver qué pasaba. Igual seguían follando con un miembro de la pareja fiambre. Se rió por dentro de pensar lo fácil que sería. Entre los contenedores casi no se iba a expander el ruido y esa zona es la mejor para ser verdugo y la peor para ser víctima.

Se acordó de la vieja de la próstata enferma y nombre cambiante así que dio un rodeo hasta la parada del 16 con ganas de encontrársela. La vio a lo lejos intentando abrir todos y cada uno de los coches aparcados. Se acercó a ella como otras veces y ella le reconoció enseguida. La vieja corrió todo lo que pudo con su pierna de mentira para ponerse a su altura y comenzaron su propia escenificación:

-Señora… perdón, ¿podría decirme su nombre?
+Violetta, señor mío. Violetta. De París.
-Señora Violetta, ¿es usted princesa?
+Princesa que busca un trono. ¿Me puede usted ayudar, buen caballero?
-Por supuesto, señora. Le encontraré un trono para sentirse reina.

Entonces, como otras veces, buscó un coche caro. Caro para el barrio. Cuando encontró el que mejor le pareció, el que no pintaba nada entre tanta miseria y que suponía de un camello o un proxeneta, lo abrió con su mando a distancia universal. Le abrió la puerta del copiloto con genuflexión incluída a la vieja y ésta se sentó para mear sentada sobre el asiento.

-Señora…
+¡Violetta!, señor.
-Señora Violetta. ¿Satisfecha con su trono y con su reino?
+¡Satisfecha señor!

Cumplida la ascensión al reino, se alejó en busca de la parada del bus. Siempre se relamía pensando en la mala baba del propietario del vehículo al que le hubiera tocado el bautismo urinario de la vieja. Estando a su lado se apreciaban hasta las añadas de la orina que impregnaba su ropa. Encontrarse ese olor en tu coche tiene que ser la hostia. Pero esta vez, por alguna razón, no le parecía tan gracioso. Siguió barruntando cuesta abajo en busca del 16, con la mano puesta en su arma por si acaso pero sin disfrutar del camino. Algo en la vieja le molestaba y no era su olor.

Bajando la última cuesta entre pisos bajos con cartones por ventanas, se rió pensando en la libertad que se disfruta en esta parte de la ciudad. Nadie te va a robar en tu casa porque no tienes nada que robar. Pero, la última carcajada se le quedó atascada entre el diafragma y la tráquea. Se dio cuenta de lo que le intranquilizaba de la vieja de nombre cambiante. Violetta de París. La Traviata. Era la ópera favorita de su madre. Estuvo a punto de dar la vuelta para pegarle un tiro a esa maldita loca que le estaba dando un mal trago con esa asociación de ideas. Nadie se iba a dar cuenta y, algunos propietarios de coches de alta gama se lo agradecerían. Pero se contuvo. De hecho, ya estaba convencido de cambiar de trabajo y eso ni siquiera formaba parte de su trabajo.

Pensaba en si su madre podría haberse convertido en una loca paupérrima y callejera si el destino la hubiera tratado de otra forma. Si la loca meona habría sido una niña limpia y bonita y con ilusiones de niña. Se paró porque estaba entrenado para parar la mente y ya era demasiado.

La segunda parada del 16 estaba donde no debía estar. En un lado de la calle oscuro y sin sitio específico para que pare un autobús. Pero tiene la ventaja de que está en un cruce de calles y, en caso de peligro, es fácil escapar. En algún momento se cambió de la ubicación anterior y los camellos de algunos policías se gastaron una buena pasta en conseguirlo.

En la parada oscura y maloliente, siempre con meados frescos, lo de siempre: muchos cuerpos, muchas ojeras, mala ropa y él. Se sentía como en el zoo pero estando dentro. Meses atrás consiguió cambiar el protocolo de seguridad para no tener que encontrarse una vez al mes a su asistenta en la parada. No podía olvidar la cara de sorpresa y de aceptación de aquella mujer como si pensara: -si en el fondo es como yo-. La despidió ese mismo día y exigió el cambio de parada en el protocolo.

A su lado un tipo con la ropa raída, de traje. Las muchas mujeres asistenta de muchos tipos como él. Ninguna persona joven. Los dos que sí eran jóvenes iban anunciando su presencia a distancia. Puestos hasta arriba, de los que saben que los demás saben que son peligrosos. Cruzaron la calle por el paso de cebra de al lado de la parada en rojo para los peatones. La furgoneta casi los atropelló. Frenó en seco. Empezaron las patadas a la furgo y siguieron los puñetazos al conductor cuando salió de ella para increparles.

Él, que estaba acostumbrado a sucesos de más graduación, no estaba seguro de lo que estaba viendo. De hecho, podría ser el único testigo de la paliza que le estaban dando los dos veinteañeros al sesentón conductor porque el resto de la gente en la parada estaba mirando para otro lado. Ya molido el conductor, se anunció su profesión: comercial de calzado. Los jóvenes agresores abrieron la furgoneta y lo anunciaron. En ese momento la parada de autobús se quedó vacía y la furgoneta también. Sin mirar talla ni modelo, toda la mercancía fue robada. En pocos minutos, entre todos, el hombre de la furgoneta, sin saber si aún estaba vivo, y la furgoneta fueron puestos de forma que no estorbara al bus aún por llegar y los saqueadores volvieron a la parada con las mochilas más llenas y algunos con zapatos sin emparejar en las manos.

Llegó el 16. Todos subieron. A él le quedaba un transbordo aún. Por el protocolo de seguridad. Tenía casi media hora por delante. Se sentó al final del autobús como siempre para poder verlo todo y que nadie pudiera ver la pantalla de su tableta. No la había vuelto a encender desde la noche anterior porque estaba decidido a dejar su trabajo. Pero la encendió y leyó el nombre de la próxima misión que el gobierno le encomendaba: «Eugénesis precoz». Y comenzó a estudiar los requisitos para no perder tiempo.

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