Accidente

2014-05-14-21-29-17

En unos 25 minutos van a chocar dos coches frontalmente con el resultado de dos muertos. Afortunadamente ninguno de los vehículos lleva pasajeros.

Uno de los coches es pilotado por Peláez. Sale del aparcamiento reservado para ejecutivos haciendo que el sonido de las ruedas del Audi A8 4.2 al rozar el asfalto reflejen su estado de ánimo. Su destino es una sucursal de su empresa que está en un pueblo de mierda que ni siquiera es la capital de un concejo. Acelera a fondo y consigue difuminar en su retrovisor la imagen del edificio sede de su empresa.

El otro coche lo conduce Ernesto. Acaba de completar otra jornada de sus cursos de surf. Está deseando llegar al bar del pueblo para reirse con sus amigos de las vagas aptitudes de sus alumnos. Va despacio en su coche. Tampoco un Clío 1.2 del 99 da para más.

En unos 20 minutos van a chocar dos coches y van a morir dos personas.

Peláez se incorpora a la autopista. Va muy rápido. A la velocidad de su odio, más o menos. Tiene el manos libres para no serlo y seguir trabajando mientras conduce. A veces no escucha ni habla. Sólo cuando hay un silencio grita algo. Son sus subordinados reclamando instrucciones. Inútiles.

Ernesto coge la entrada a autopista como quien coge un surco arado por bueyes. Los coches que le suceden hacen cola como en el súper y le dedican loas a su familia. Va a tan poca velocidad que hasta les oye e incluso asiente con alguno de los improperios: -Sí, yo también me cago en el hijoputa de mi padre.- Cuando, por fin, accede a la autopista, cierra la ventanilla para que no le entre ningún escupitajo cuando toda la caravana de coches le adelanta.

En unos 15 minutos van a fallecer dos personas en un choque frontal.

Peláez, hasta los cojones ya a causa de su misión, recibe la llamada de su jefe. Le ordena que cambie de rumbo y se vaya a otra sucursal de otro pueblo de mierda pero más mierda que el anterior y que espere allí instrucciones porque será su destino por meses o quizá años, es algo por decidir. Peláez, acostumbrado al redil, busca un cambio de sentido en la autopista mientras el retrovisor de dentro del coche comienza a reflejar tonos azulados en su rostro.

Peláez busca un cambio de sentido, lo encuentra y se lo pasa. Su cabeza está a punto de estallar. Algo en su interior le dice que obedezca a su superior pero que lo haga a su manera. Su A8 4.2 puede ir a 240 km/h sin que se le caiga un pelo por la vibración. Peláez da la vuelta y acelera.

En este momento es cuando el destino decide que Ernesto y Peláez van a morir.

Ernesto, que nunca ha sido multado por exceso de velocidad, va conduciendo sin tocar el volante salvo cuando se encuentra con una curva. El brazo izquierdo apoyado en la ventanilla para que le de el fresquito y el derecho sujetando el móvil para chatear con una cliente y que no se le pierda el ligue. Como ya no tiene puntos en el carnet, ¿qué más le pueden quitar?

Faltan diez minutos para que mueran dos personas a causa de un choque de vehículos.

Peláez está fuera de sí. Es un jefazo de su empresa pero tiene a más jefazos por debajo y por encima suyo. Se compró su A8 de un modelo superior al que llevan los ministros rechazando el A6 que le otorgaba la empresa por pura vanidad. Su coche, aún limpiándose cada semana, olía a una mezcla de esperma, whisky y marisco inclasificable. Pero ahora no estaba seguro de si lo que había pasado en ese coche había sido disfrute o trabajo. Acelera a ver qué pasa, a ver qué se encuentra a 270 km/h.

Ernesto ya había hecho planes a través del móvil. Ya había currado tres horas con los hipopótamos que querían planear sobre las olas. El resto del día era suyo. Amigos y cervecitas y expulsar a los amigos y tirar las botellas de las cervecitas para cuando viniera la morena con la que había chateado. No se acordaba de si su apartamento estaba presentable pero, si no, siempre quedaba el recurso de ir a ver las estrellas.

En cinco minutos, dos muertos.

Peláez va a toda hostia por la autopista. Y, en su coche, a toda hostia es a toda hostia. Ya no hay nada que le detenga. Los otros coches le pitan, le dan luces, llaman a la pasma. Muchos se tienen que apartar al arcén para no chocar. De repente, un ladrido le distrae. ¿Un ladrido? -¡Me cago en dios!- Tenía que llevar al perro de su mujer a la peluquería; un adorable bichón maltés que ladra hasta a los mosquitos. Se había olvidado. Hasta entonces había estado tranquilo en el suelo de la parte de atrás y ahora se hace notar. En el peor momento. Peláez saca el revólver de la guantera y gasta hasta tres balas para cargarse al perro. No es por odio hacia su mujer ni hacia el perro. Es que se mueve mucho el cabrón y ese no es el momento. Le viene a la cabeza que el entrenamiento de tiro no te entrena para casos reales. Desde el retrovisor no ve nada porque la luna trasera está de un color granate con tropezones pero no le importa porque sabe que por detrás no va a venir nadie.

Ernesto está llegando a su pueblo. Sube la ventanilla para que los insultos de los conductores de los coches que van por detrás de él increpándole por lento e indolente no le fastidien la música que acaba de poner en el cd.

Minuto cero.

Los dos coches llegan a su destino. El destino no falla. Minuto cero pero aún no segundo cero.

Peláez llega al pueblo. Aparca. -Por lo menos es fácil aparcar.- Piensa. Y mira hacia atrás y ve la luna trasera encharcada aún con sangre y sesos de perro. Y sabe que no hay vuelta atrás. Es lo mejor que le podía haber pasado. Está harto de su vida. De la promiscuidad de su mujer y la suya. De tener jefes y subordinados, ambos insoportables. Se le ocurrió dejarlo todo e irse a hacer surf; se le daba muy bien. Daría clases y viviría en un apartamento enano y con lo imprescindible. Es madurito pero con su cuerpo esculpido en gimnasio y sus historias de «bon vivant» podría encandilar a las clientes. Vendería su coche y… ¡no! Eso no. Su A8 no lo venderá.

Peláez ya se siente tranquilo. En menos de un minuto ha decidido el resto de su vida y le gusta. Sale del coche para hacer su última misión y despedirse.

Ernesto llega al pueblo. Quiere aparcar y no acostumbra a hacerlo lejos del lugar al que quiere ir. Encuentra un sitio estrecho en el otro lado de la calle, de esos de los que los copilotos suelen decir: -¡que no cabes!. Pero él no lleva copiloto. Si lo llevara quizá no se moriría en breve. Comienza a aparcar y está seguro de que puede hacerlo, solo que el coche de delante está muy cerca. Lo ha hecho otras veces, si el coche de delante no tiene puesto el freno de mano, se le van dando golpes y se mueve. Pero esta vez sale mal. De alguna manera rompió el foco del coche de delante haciendo un ruido seco. Y, aún así, sigue intentando aparcar empujando el coche de delante. Adelante, adelante…

Peláez camina por la acera hacia su despido voluntario y su nueva vida pero, al oir un ruido seco, se vuelve y ve en la acera de enfrente cómo un coche está destrozando el suyo a trompicones. Da la vuelta hasta su coche y, al llegar a la altura del de Ernesto, éste le sonríe con cara de «no me hagas daño, que sólo soy un niño». Peláez abre la puerta de su coche, la guantera, coge el revólver y le deja a Ernesto la cara de niño impresa para siempre.

Peláez sabe que, después de esto, no va a hacer surf. No puede más y gasta su última bala.

Minuto cero, segundo cero. Dos fallecidos por un choque frontal de dos vehículos.

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