-¿Quién?
+Ernesto.
-¡El cesto de tu puta madre, que ya sé quién es. Como me jodas otra vez, te arranco los cojones con las pinzas pa los pelos. Y el cesto del pan me lo dejas, hijoputa, malhablao. Como me encuentre cristales dentro del pan otra vez, te llevo con tu madre pa que te meta dentro suya otra vez y le coso la regaña pa que no salgas ni pa ver el fútbol!
Entonces utilicé mis habilidades internautas y utilicé palabras clave. Igual que en un buscador de internet.
+NO cesto. Ernesto. Sobrino. Tía. Aurora. Abuelo. Enfermo. Noruega.
-¡Ah! Hijo, sube.
Subiendo por la escalera me sentí como Aladino entrando en la cueva tras acertar con la contraseña.
-Hijo. ¿Por qué no avisaste de que venías?
+Te avisé por carta, pero no ha debido llegar aún. Intenté localizarte por internet, pero no encontré ni el número de teléfono.
-¿Por internet? Mira hijo, mira lo vieja que soy yo sin internet. Y tú con internet mira cómo estás todavía.
Cuando entré en la casa de mi tía me sentí como en mi casa de niño. Me contuve para no explicarle el paralelismo entre internet y su casa. En ambos lugares hay todo tipo de cosas, la mayoría inútiles, y para encontrar algo, hay que buscarlo porque no sabes dónde está exactamente.
Después de muchos años sin vernos y sin tener noticias mutuas, no me preguntó nada. Estoy seguro de que si le hubiera dado la contraseña a cualquiera, le habría franqueado su puerta igual que a mí.
-Entonces, ¿qué? Viniste por lo de tu abuelo, ¿no?
+Sí, tía. Me siento entre intrigado y culpable. Dejé a la familia hace muchos años y quiero ayudar en lo que sea. Si hay rencor, me lo merezco.
-¿Rencor? Mira, ven.
Me llevó a lo que debía ser su habitación. Abrió el último cajón de la cómoda y extrajo unas cuantas cajas que depositó en la cama. En ellas había recortes de periódicos y de revistas y varios dvd. Y todo era sobre mi trabajo. Había más material del que yo conservo. Debía estar todo o casi todo lo mío publicado.
-¿Ves rencor por algún lado, Ernesto?
+Me siento raro. ¿Abrumado?
+Tu madre y tu abuelo recopilaron todo lo que salía de tí en cualquier lado. Al morir tu madre se lo quedó tu abuelo, que siguió recopilando. Cuando tu abuelo vio que sus facultades se desvanecían, me lo entregó a mi. Y yo lo guardo.
-Tía, este recorte es de un reportaje mío del mes pasado. ¿Tú también?
+Sí hijo. Esta vieja anarquista y anárquica a la que han devuelto a palos a este insulso pueblo cada vez que se ha intentado escapar, también disfruta de tu libertad aunque sea en recortes de papel.
En menos de una hora que llevaba en casa de mi tía, ya sabía que quien mandaba era ella. En su casa y en mis emociones. Me había ganado sin jugar la partida.
-¿Vas a ver a tu abuelo hoy?
+Esa era mi intención. Pero dime antes qué me voy a encontrar.
-¡Uf! ¿Por dónde empiezo…? La enfermedad. Parece Alzheimer pero los médicos no lo tienen claro. Piensan que también podría ser algún tipo de psicosis, o incluso de neurosis y nos esté engañando a todos. Él insiste en su Albania y si sigue donde estaba o algo así. Y te llama a tí. Puede que sea un truco para verte después de tantos años, pero no lo parece. Los médicos y yo pensamos que sería buena idea que te viera por si había una reacción. ¿A tí te dice algo Albania?
+Pues lo mismo que a tí, supongo. Es un país. Nunca estuve allí. ¿Y el abuelo?
-Tu abuelo puede que sí o que no. Desde siempre recuerdo tanto verle a todas horas en casa durante semanas como no verle en todo el día durante meses. Pero puede que no se refiera al país. Bueno, no sé, ¿vamos?
Y fuimos. Pero antes le pregunté a mi tía el nombre de la clínica para ponerlo en el GPS y, ya puestos, eché un vistazo a su página web. Me quedé estupefacto. El precio de estancia en la clínica multiplicaba por tres, al menos, la pensión que se supone a un expolicía del rango de mi abuelo. Estaba sentado en la cocina mirando la información en mi tableta y debía estar tan absorto que ni yo me di cuenta de la presencia de mi tía apoyada en una pared lateral a mi derecha, ni ella pensó que yo me daría cuenta de su mirada, que era como si estuviera observando a un gusano salir del capullo pero sin haberse convertido en mariposa. Pero pestañeé y la vi. Vi su rictus. Y en la centésima de segundo que dura el pestañeo sentí un escalofrío: aquí estaba pasando algo y yo no era más que un actor invitado, un convidado de piedra o una merienda.
Mientras mi tía se preparaba, mi cerebro se golpeaba entre la pared de no preguntar para que te cuenten y el muro de no te van a contar nada si no preguntas. En mi trabajo siempre tengo la misma incertidumbre pero, tras situarme, ambientarme, surge una espoleta que hace declinarme y suelo acertar. En este caso yo no era sólo observador, metomentodo, confesor. Había venido de fuera como siempre en mis reportajes pero, en este caso, me sentía con medio cuerpo enfangado en un pozo de alquitrán: la familia y el miedo a lo conocido.
Cuando arranqué el coche, rumbo a la clínica, añoré quitar la nieve a paladas de delante de mi casa noruega a quince bajo cero. El frío que me había producido la mirada de mi tía no se me quitaba del cuerpo. Y la llevaba a mi lado de copiloto.