Una habitación poliédrica

Ernesto tenía todo lo que una persona corriente podría desear. No tenía trabajo para tener que ganarse la vida ni trabajo para tener que no aburrirse.

Su dieta era rica y variada y de la mejor calidad; tendría los mejores vinos y licores si no fuera porque era abstemio y no le sentaban bien a su salud.

Su casa o, más bien, su habitación, era grande, más grande que la mayoría de las viviendas habituales que suele tener cualquier familia de clase media; si es que existe la clase media.

Su gran habitación era poliédrica tanto en la planta como en las paredes. Tenía recovecos por todos los lados. Se podrían dejar las llaves en un hueco, el Martini a medio acabar en otro, tirar los zapatos contra la pared sin que se cayeran al suelo y casi hasta tener una pequeña mascota escondida si se la amaestraba para camuflarse con el entorno de huecos, recovecos, aristas, en los claroscuros…

Él no podía tener mascota porque estaba terminantemente prohibido debido a su salud, pero él tampoco sabía lo que era una mascota por lo que no podía echarla en falta. Disfrutaba de esa gran aspiración de todo humano de estar solo sin sufrir la sensación de soledad.

Tenía una salud de hierro para su edad. O para cualquier edad. El no estar expuesto a contaminantes y el nutrirse de forma inteligente y con alimentos frescos harían de él las delicias de cualquier endocrinólogo. Tenía la piel morena pero no curtida. A pesar de no haber visto el sol en años, las pequeñas lámparas de rayos ultravioleta distribuidas de forma estratégica para que no hubiera una zona de sombra por toda la habitación, le hacían tener un aspecto saludable.

Ernesto había visto el Sol y las nubes; los árboles y los coches, las cagadas de perro, pero ya no se acordaba. Había empezado a hablar pero ya sólo emitía sonidos ininteligibles. Entendía perfectamente el lenguaje humano pero no sabía hablar. Imitaba lo que escuchaba en las pantallas de su habitación pero hacía mucho tiempo que no podía interactuar con otros humanos.
Sólo una vez cada tres días se encontraba con una persona. A las ocho en punto de la mañana entraba Clara en su habitación para sacarle sangre y comprobar su estado físico.

Ernesto estaba tan acostumbrado que, cuando Clara abría la puerta casi sin hacer ruido, él ya la estaba esperando y se había puesto la goma en el antebrazo.

Al principio a Clara le había costado mucho que este acto casi cotidiano fuera tolerado. Pero Clara tenía paciencia y experiencia y ya no le hacían falta los malos modos de antaño. Entraba silenciosamente, hacía su cometido y dejaba un suculento desayuno en la mesa más cercana a la cama. Eso sí: sin decir ni una palabra ni tocar al paciente más de lo imprescindible aún con sus guantes de látex. Tras la extracción, quedaba la exploración corporal y, si todo iba bien, como era lo habitual, Ernesto ya estaba libre para jugar en su paraíso otros dos días más.

Ernesto no era feliz ni desgraciado. No se puede ser ni una cosa ni la otra cuando nunca se ha sido ni una cosa ni la otra.

No lo sabía pero tenía un problema: ya había cumplido ocho años.

Sus padres habían muerto el día anterior a su desaparición. Hubo algún revuelo en la prensa pero se diluyó enseguida entre el divorcio de alguna estrella de cine y la operación de algún futbolista. Su atestado policial tenía telarañas cuando el juzgado lo requirió, pero no por su desaparición, sino por su aparición. A nadie le sorprende que un niño de barriada desaparezca pero es un hito que aparezca. Aunque sea muerto.

Antes de morir, Ernesto tuvo la oportunidad de volver a ver el sol, las nubes, los árboles y los coches. No las cagadas de perro porque no fue autorizado a salir a la calle. Pero sí que pudo elegir a su sustituto.

Entre todas las paredes de su habitación, había una, la más estrecha y lisa, sin atractivo para un niño, en la que había una ventana oculta, grande, desde la que se veía todo un parque frecuentado habitualmente por familias. Clara la abrió poco a poco para no molestar a las pupilas de Ernesto.  Cuando éste se acostumbró a la luz extraña que entraba por la ventana, se escondió detrás de la cama más molesto que asustado. Clara le sacó de donde estaba con dulzura. -Ven a ver lo que nunca has visto.-

Ernesto, cuando se acostumbraron sus ojos y confiando en Clara, se acercó, se asomó, y pensó que lo que veía era distinto y extraño respecto a lo que estaba acostumbrado a ver en las pantallas. El aire, quizá más contaminado respecto al que siempre había respirado, tenía aromas desconocidos y, sólo por eso, atractivos. Y vio hombres y mujeres y niños jugando. Algunos con una expresión extraña, con la boca abierta y emitiendo ruido desagradable pero entrañable a la vez; humano: risa. Él sólo conocía la sonrisa de médico amable de Clara. Imbuído por el asombro, le sobresaltó el berrido de uno de los niños que se había caído de una bicicleta y tenía la rodilla desollada y chorreando sangre. Fue en ese momento en el que se dio cuenta de lo mucho que amaba a Clara. Nunca le había hecho daño para sacarle sangre.

Tras un tiempo prudencial y medido por la experiencia, Clara entró en la habitación y le preguntó a Ernesto si le gustaría ir al parque a jugar. Cuando Ernesto le dijo por señas que sí, Clara le dijo que tenía que elegir a un sustituto para quedarse en la habitación. Tenía que ser un niño mucho más pequeño que él. -Si quieres salir a lo que ves, que es un parque y veo que te gusta, tienes que señalar a un niño que venga aquí para verte jugar porque, si nadie te ve por la ventana, es como si no jugaras.-

Ernesto, que no conocía el hambre y la sed, el aburrimiento ni la diversión, el placer ni la desidia, pensó que cualquier niño de los que veía estaría tan bien o tan mal como él había estado en la habitación. Se decidió por uno que parecía que se moría de risa cada vez que su padre lo empujaba por un tobogán.

Al día siguiente Ernesto era el antepenúltimo en el pozo de Clara. Debajo estaban los padres del niño señalado por Ernesto.

El niño señalado disfrutaba de su paraíso en la habitación de la casa de Clara.

Clara ya no sentía el poder del alimento de una sangre tan obsoleta. No se sentía joven. Hasta le parecía que su cuerpo no admitía bien esa sangre vieja de ocho años. Cuando se inyectaba la sangre de Ernesto años atrás se sentía tan viva como siempre, como con la de todos los anteriores. Sin dolores físicos, sin penas psicológicas, sin necesidad de muerte ajena ni propia, con la seguridad estar a salvo de todos los miedos épicos del ser humano. Se prometió que el próximo no llegaría a los seis años.

La juventud tiene un precio.

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