Visita hospitalaria

-Pero, ¿para qué está el mudo? ¿Qué coño pinta aquí?
-Para hacer sombra.
-No lo entiendo y no me gusta.
-Lo entenderás y lo agradecerás.

Miguel estaba a unos minutos de salir de su coma.

Visita hospitalaria

Sara Lampas estaba sentada en la sala de espera de la clínica en el asiento más próximo a la salida.
Más que su sitio favorito, era el único sitio que soportaba en cualquier lugar desde que a su tercer marido le aplastó la muchedumbre en el típico incendio intencionado en un local con una única sola entrada/salida. Había aprendido la lección por otros, que no es la forma más auténtica de aprender pero sí que la más segura. Por lo menos en este caso.
Leía el último montón de letras de su gurú brasileño de turno.

Los asientos de la clínica a la izquierda y a la derecha del de Leandra Palmira siempre están vacíos. De hecho, suelen estar vacíos en cualquier evento de cualquier naturaleza al que asiste Leandra. No es que haya alguna estadística al respecto pero hay decenas de personas que se han quedado sin ver en el cine la película sólo porque tuvieron la mala suerte de sentarse junto a Leandra Palmira. Leandra tiene un don: huele a ajo. Más bien a algo recocido con ajo. A una especie de recuerdo de guiso con mucho ajo que te hacían las abuelas cuendo eres niño y te encantaba y ahora, de adulto, te revuelve el estómago. Y eso es algo muy valioso para ella.

Florencio a secas como se presenta él, sin sus apellidos, también está sentado en la sala de espera de la clínica. De familia noble, la típica de poco producto pero mucha dignidad, se vio desposeido de la última cualidad por su amor a la cunicultura; que era tal que acertaba a realizar todas las funciones típicamente humanas con sus animales. Esto era conocido por su amplia familia pero tolerado por su discreción. La tormenta se desató cuando, con ciertas prácticas, a Florencio se le tuvo que extirpar la lengua y parte del paladar para atajar una infección que amenazaba con matarle. Tras el escarnio público, Florencio fue apartado de la familia y confiado a su propia suerte. Para Florencio fue un horror dejar de hablar, pero poco a poco le fue encontrando las ventajas al fortalecimiento de su poder olfativo y, sobre todo, a estar lejos de las momias de sus familiares.

Ernesto no está en la sala de espera de la clínica. Está al lado de la cama del paciente esperando la reacción inminente. Para evitar juicios éticos, incluso morales, Ernesto siempre se presenta a sí mismo como doctor en medicina. Equipara su juramento hipocrático al juramento de cualquier primer ministro o presidente de un país y, su puesto de trabajo y responsabilidad, a la de cualquier profesional de su rango: ingenieros, arquitectos, historiadores, etc. Él no es una ONG y, aunque sus pacientes se quejen por el dolor o la enfermedad, quejicas que son los enfermos, para Ernesto no dejan de ser objetos que, por supuesto, hay que restaurar. Hay que ser profesional. Y le va bien, muy bien. Ya es rico, aunque siempre se puede ser más.

En la cama de la clínica está Micha. Miguel en el registro. Está a punto de despertarse. Ernesto está atento y da el aviso a la sala de espera. El paciente se despierta. Atónito. No tiene claro quién es. Ni dónde está ni porqué. Ernesto, que ya tiene experiencia, le va haciendo de cicerone en la vigilia. Tras explicarle lo de su accidente y sus años en coma, le da la noticia de que tiene sus familiares más directos esperando en la sala.

-¿Estás preparado?
-No me acuerdo ni de mi nombre. Sólo sé lo que usted me ha explicado. No sé…
-Tranquilo, es un proceso lento. No veas a tus familiares si no quieres, pero están aquí desde el accidente, en la sala de espera turnándose. Yo les digo lo que tú quieras. De todas formas, te aviso de que tu estado no es bueno, en cualquier momento puedes volver al coma. Te tenemos controlado pero aún no sabemos cómo sanarte del todo. Yo en tu lugar aprovecharía el momento.
-Sí, de acuerdo. que entren. A ver si recuerdo…

Ernesto dio permiso para la entrada de los familiares en la habitación.

Leandra, la madre, entró con las lágrimas puestas. Su cara estaba barnizada con agua y sal. Antes de abalanzarse sobre la cama para abrazar al enfermo cruzó una mirada con el médico para conseguir su asentimiento. Micha lloraba también aunque no conocía a esa mujer que le abrazaba llorando. Pero sabía que era su madre. Ese olor inconfundible a guiso le recordaba su infancia.

Florencio se acercó a abrazar también al enfermo. Leandra les presentó: es tu hermano. Iba contigo en el accidente aunque tuvo más suerte. Pero tuvo grandes secuelas. No puede hablar pero ya ha aprendido el lenguaje de signos y siempre lleva su pizarrita. Tu conducías, Micha, pero no te guarda rencor.

Sara se quedó en la puerta. Tras el encuentro entre madre e hijo, habló. Con dulzura.

-¿No me recuerdas, cariño?
-No. Lo siento.
-¿Ni a Javier ni a Laura?
-No. No me hagas acertijos.
-Soy tu mujer y Javi y Laura son nuestros hijos.

Sara, al contrario que Leandra, se mantenía seria, compungida, sin una lágrima. Micha sí lloró. Por su mujer y por sus hijos que crecían sin su padre.

-¿Estáis bien?
-Nos apañamos más o menos.
-¿Más o menos? ¿Qué pasa? ¿Puedo ayudar ahora?
-Micha, ¿no te acuerdas? De la casa, de los coches… París, Tailandia, Java… El colegio bilingüe. Los poneys para los cumpleaños… Ahora ya no es así. Javi y Laura hace años que tienen que ir a un colegio público. Trabajo en telemarketing para llevar dinero a casa y tu madre se ocupa de los niños casi todo el día. Los niños no entienden… Y yo no sé explicarles…
Todo está a tu nombre. Así lo decidiste en su día. Y yo te dije que sí, no es culpa tuya. Pero no previnimos esto. Tus hijos y yo no tenemos acceso a nuestras cuentas bancarias ni a nuestras propiedades. Porque tú estás aunque no estés. Llevamos tantos años así…

El enfermo terminal consultó con la mirada a Ernesto, su médico. Éste le contestó de palabra: Micha, no te puedo aconsejar, pero el pronóstico para tí no es bueno.

Afortunadamente, había disponible un ordenador portátil con lector biométrico con el que se pudo hacer efectivo el traspaso de titularidad de las cuentas de Micha a la de su esposa. Fue simple y rápido. Relleno de datos, lector de huellas dactilares y listo. En veinticuatro horas las transferencias serían efectivas. Para los inmuebles no era tan sencillo así que lo dejaron para más adelante confiando en la recuperación absoluta de Micha.

Acabado el proceso, Micha se sintió en paz viendo la cara de alivio y de gratitud de Sara. Y después de unos segundos, miró a su médico y vio la misma expresión que la de su esposa; y la de su madre era la misma. Sintió alarma. No era gratitud, era satisfacción. Se volvió a mirar a su hermano, el mudo, y ya no pudo ver más. Una almohada sobre su cara le condenó a no ver más y a morirse axfisiado.

Micha llevaba secuestrado menos de dos horas. La droga que le suministraron no era conocida por nadie porque Ernesto no se quería arriesgar.

En tres horas se había acabado la escenificación y el proceso de datos bancarios. Las transferencias serían efectivas en veinticuatro horas. Las cuentas de destino eran evacuadas inmediatamente a una cadena de otras cuentas que terminaban en bancos de países con leyes de secreto bancario.

Ernesto apuró.

-Florencio, ¿te lo llevas ya? Sigue habiendo sitio en la universidad, ¿no?

Florencio asintió. Se encargaba de deshacerse de los cadáveres introduciéndolos en el depósito de la universidad por una módica mordida a los vigilantes. Se ponía el fiambre en la parte de abajo de la montaña de cadáveres para el estudio y las ratas se encargaban de destruir pruebas por si a alguien se le ocurría investigar, algo que no había ocurrido jamás.

Ernesto alguna vez sopesó si era mejor dejar vivas a las víctimas pero, al final, pensó que era más seguro que no. Tan sencillo y tan cierto. Los muertos no recuerdan nada.

Y Ernesto se despidió. Pensaba que la avaricia no era una virtud. Cuando dio con la mezcla exacta entre burundanga y ácido lisérgico vio una oportunidad. Buscó equipo, se hizo rico y fue generoso con sus subalternos. Ahora, pensaba que ya todos tenían suficiente y vivirían bien y su fórmula desaparecería con él para siempre. Era demasiado peligrosa.

-Señores. Hasta aquí hemos llegado. Con este golpe, creo que ya tenemos lo suficiente para retirarnos a una vida placentera. Disfrutemos de lo conseguido y buena suerte a todos.

Todos no estaban de acuerdo. La pizarra de Florencio formuló una última petición. Ernesto se llevaba la mayor parte del botín y los demás, aunque no tenían queja, querían un último secuestro de un pez gordo para retirarse del negocio por fin y para siempre.

Ernesto, aún con una ética cuestionable, tenía unos principios inquebrantables para con su equipo y por eso asintió. Sara y Leandra se ocuparían de buscar a la que sería la última víctima.

Todo fue gestionado velozmente. En dos días Ernesto sintetizó la droga y se la dio a sus compinches que se ocuparían del resto.

Ya estaba todo preparado y Ernesto se despertó en una clínica sin saber quién era él mismo, y vio a una doctora que le dijo que había tenido un accidente y que llevaba años en estado de coma y que sus familiares estaban esperando para verle, haciendo turnos…

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