A Ernesto nunca le gustaron los abogados, prefería los forenses.
De pequeño le gustaba más oir el «mira que eres gilipollas» de después, que el «ni se te ocurra» de antes.
Olió el tufo de la muerte cuando su retrovisor derecho pasó a tres centímetros del pilar de un viaducto cualquiera.
La adrenalina suplió su abstemia absoluta de cualquier tipo de drogas desde su nacimiento. Claro que hay drogas que superan la sensación de ir a 290 km/h rozando los bordes. Pero a Ernesto no le iban las drogas, le iba la prisa. Por eso iba tan rápido.
Un Clío no alcanza esa velocidad ni cayendo desde un acantilado. Era un Maserati. Sí. Ernesto era rico.
El Waze le avisó de retención a diez kilómetros. ¡Mierda! Aunque pensó que podría resolverse antes de llegar ahí. Pero a su velocidad eran dos minutos y poco.
El Maserati calmó su rugido al unirse al atasco. Ernesto tiró el hígado por la ventanilla. Ya iba a ser tarde. No llegaría fresco. Sintió que el tiempo se le estampaba contra la cara. Debería conseguir otro hígado más cerca de la clínica. No sería difícil. Cada persona tiene uno. Pero sus ojos amarillentos reflejados en el retrovisor le avisaron de que cada vez tenía más prisa.