Como se suele decir: montó en cólera.
Su marido se quería divorciar. Ella ya lo sabía desde hacía semanas.
Gritó, lloró, rompió cosas, le insultó y adoptó el resto de actitudes que se toman en estos casos.
En su éxito personal siempre debía ser convincente aunque no tuviera convicción.
Ya a solas detuvo la función y ni siquiera sintió el odio y el rencor.
Sabía que la dejaba por otra. Tan joven, tan escultural, tan divertida, tan complaciente como ella.
No la conocía pero la conocía como si fueran hermanas. Crecer en el mismo estercolero hace que identifiques a tus rivales sin tenerlos delante.
Pero no puedes permitirte la empatía porque un parásito no cede su víctima a otro parásito.
Se lo había dicho a su amante, uno de los abogados de su marido, tras una juerga clandestina de hotel.
Ella se sentía privilegiada porque realmente tenía amor. El abogado la quería. De verdad.
De verdad se sentía querida. Pero los sentimientos no se amontonan, se hacen sitio a codazos y, en ella, había ganado la ambición.
En su amante, abogado de confianza de su marido, también. Su vida de lujo de bien pagado no era suficiente por el mero hecho de ser pagado.
Él quería ser de los que pagan.
La idea fue suya. Sabía que él odiaba a su marido y sabía que él tenía relaciones con la gente adecuada para poder ejecutar el plan.
No podía hacerlo sola. Le entraba pánico pensar en hacerlo ella o en contratar buscando por Tor.
Él adivinó todo en sus ojos tras el café en la habitación del hotel.
Cuando ordenaron las ideas, ambos se sintieron felices. Hablaron de boda. ¡Qué hay mejor que juntar amor y ambición!
Él sabía de alguien que podía hacerlo. Alguien limpio de detenciones y con varios éxitos de alto nivel.
Tardaría unos días. Se lo diría de palabra.
Antes de pasar unos días, ya cuando pasaban unos minutos, su cabeza le jugó una mala pasada. Le recordó que, tras el divorcio, tendría una jugosa pensión y barra libre para no tener que guardar esas molestas apariencias que son obligadas a ese nivel.
Pero su ambición puso a su cabeza en su sitio y siguió adelante.
El abogado los citó en un bar. Uno de esos con reservados resguardados con cortinas para preservar la privacidad de los que no se quieren dejar ver.
Ella fue puntual. Él no. Pasando cuarenta minutos tuvo la tentación de irse o llamar al abogado para saber si había habido algún contratiempo.
Recordó que nada de llamadas ni mensajes. Siguió esperando.
Desde el reservado no se veía nada del resto del bar por lo que cuando un hombre se sentó delante de ella tan rápido, se sobresaltó y se le cayó media copa de Martini por la mesa.
No se presentó ni se disculpó por la tardanza. El abogado tenía sus credenciales si las quería.
Directamente le dijo que él sólo se dedicaba a accidentes. No quería ser buscado. El abogado le daría más detalles si los precisaba.
Le pidió información sobre los hábitos de su marido y sobre cómo conseguir acceso a los sitios que frecuentaba.
El precio y la forma de pago fue fácil de consensuar.
Cuando el sicario obtuvo toda la información le dijo que no habría ningún contacto más. No había marcha atrás desde el momento en que él se levantara de la mesa.
Permanecíó sentado adrede unos segundos y se levantó. Le dijo que saliera al menos quince minutos después de él. Abrió la cortina y salió del reservado.
Por fin se relajó un poco. Ya estaba hecho.
Con la relajación notó la pierna mojada por el Martini a través de la media y se agachó para secársela. Al agacharse miró descuidadamente por debajo de la cortina y vió al sicario alejarse, bajar las escaleras y encaminar la larga barra y, ¡oh! a su marido que estaba apoyado en la barra con su guardaespaldas habitual.
¡Mierda! Tendría que quedarse en el reservado hasta que ese cadáver con vida se fuera.
Aceptando estoicamente que tendría que quedarse una o dos horas esperando, siguió mirando por debajo de la cortina sólo para sentir el placer de ver la torpeza del futuro asesinado al no alertarse por la presencia del verdugo. En las horas de aburrimiento se deleitaría con estas imágenes.
Siguió con la mirada al sicario. Le quedaban diez pasos hasta donde estaba su marido, cinco, tres. Cuando el sicario llegó a la altura de su marido, se paró, le estrechó la mano discretamente y señaló con un gesto el reservado donde ella estaba.
Ella sintió un escalofrío.